El paciente y la ortotanasia
¿Hasta dónde llega el deber humano de vivir? ¿Hasta dónde llega el deber médico de prolongar la conservación de la vida?
El paciente tiene derecho a la ortotanasia, a morir cuando naturalmente le corresponde, en el momento oportuno. Si la eutanasia consiste en hacer morir y la distanasia en no dejar morir, la adistanasia u ortotanasia consiste en abstenerse de emplear medios extraordinarios, desproporcionados o no habituales para retrasar todo cuanto se pueda una muerte que se vislumbra como resultado previsible de grave enfermedad. Cuando la muerte ya no puede ser evitada, cualquier medio que sólo contribuya al alargamiento de la agonía resulta inútil y, por lo tanto, descartable.
En este orden de razonamientos, cuando el mismo enfermo (o quien ejerce su representación legal) manifiesta su voluntad de no recurrir a terapias que considera insufribles, molestas en extremo, degradantes, arriesgadas o demasiado gravosas para su pecunio, es deber del médico aceptar ese querer y limitarse al empleo de los medios normales. Constreñir al enfermo para que admita el sometimiento a medios terapéuticos no ordinarios o proporcionados, o aplicar éstos pese a su resistencia, constituye una violación de la ética profesional y un atropello contra los derechos del paciente.
Es más: casos hay en que la naturaleza o el desarrollo de la enfermedad hace inútil aun el echar mano de medios ordinarios, y en tal caso no parece que tenga el médico la obligación moral o jurídica de recurrir a ellos. Así, por ejemplo, es perfectamente lícito que el médico tratante de un bebé anencefálico se abstenga de toda intervención especial para prolongarle la vida, siempre y cuando sigan proporcionándose al niño los cuidados pediátricos usuales. Por el contrario, en el caso de un bebé afectado por el síndrome de Down es omisivo y reprochable no recurrir a la cirugía para corregir cierta perturbación que le impide mantener alguna de sus funciones vitales. En el primer caso el defecto biológico del recién nacido es tan grave que el único resultado de la intervención científica sería prolongar una existencia reducida al nivel puramente biológico. En el segundo caso, el síndrome del niño no justifica renunciar al intento de salvarle la vida.
Quede claro, —no sobra decirlo— que me opongo a toda conducta positiva o negativa, a toda acción u omisión cuyo resultado directo sea la muerte de un niño con discapacidad. Ojalá nunca lleguemos en Colombia a los extremos denunciados en ciertos hospitales norteamericanos donde los bebés con defectos congénitos mueren de inanición “sin hacer mucho ruido” (gracias a los sedantes), como lo denunció hace algunos años el doctor John M. Freeman.
Siempre he estado de acuerdo con quienes afirman que toda persona tiene derecho a morir con dignidad. Pero el derecho a morir con dignidad es algo muy distinto del pretendido derecho a morir que han proclamado Jack Kevorkian y otros médicos. Morir con dignidad es, ante todo, morir cuando, según los ritmos y las cadencias naturales, llegue la hora (no antes, gracias a la eutanasia, ni más tarde, gracias a la distanasia). Morir con dignidad significa, principalmente, irse de este mundo como corresponde al primado ontológico y jurídico del ser humano, con una auténtica buena muerte, sin ser víctima de homicidio ni de una prolongación degradante de cuidados ya inútiles. Morir con dignidad implica, entre otras cosas, el verse libre de la obstinación terapéutica, del encarnizamiento terapéutico, o como quiera llamársele. Pero morir con dignidad es también no ser privado de la medicina paliativa, ni de los cuidados básicos, ni de la atención de las necesidades psicológicas, ni de un mínimo de comodidades, ni de la asistencia religiosa oportuna, ni del respeto por los derechos fundamentales.
En Colombia muy pocas personas mueren con dignidad. La mayor parte de los colombianos no tiene acceso a la prestación de los servicios de salud, y por obra de la perversa normativa adoptada desde 1993 en materia de seguridad social hoy millares de nuestros compatriotas enferman y agonizan en las más inhumanas condiciones. Por lo demás, cada año hay en nuestro país miles de personas muertas violentamente (acribilladas, degolladas, apuñaleadas, descuartizadas, bombardeadas, dinamitadas o quemadas) en manos de los violentos. Morir dignamente es en Colombia un lujo, un privilegio, una excepción. Por ello algunos piensan que discutir sobre eutanasia, distanasia y ortotanasia es un ejercicio bizantino, porque el 90% de los habitantes del territorio nacional no tiene, en el plano de las realidades, ni la posibilidad ni la oportunidad de sustraerse a un morir indigno.
Desde luego, no comparto las tesis acogidas por la Corte Constitucional en la Sentencia C-239 de 1997, fallo en el cual se admitió que en el caso de los enfermos terminales en quienes concurra la voluntad libre del sujeto pasivo, no podrá derivarse responsabilidad para el médico autor de un homicidio piadoso. Creo que los médicos están en la tierra para curar, para cuidar, para aliviar y para consolar, no para matar. Creo que la eutanasia —o, como algunos prefieren llamarla, la eutanasia directa— es algo ilícito en el plano de la ética e injusto en el plano del derecho, porque la vida humana es un valor no disponible y un bien jurídico inalienable. Creo que toda ley por la cual se justifique el acto de matar a un ser humano inculpable (bien por petición de la víctima, bien por razones eugenésicas, sociales o económicas) está afectada por una radical e intrínseca invalidez, contraría la Constitución y es incompatible con los tratados internacionales sobre derechos humanos.
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