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El mito de la cima vacía

23 de julio de 2025
Imagen:
de referencia- forojuridico.mx.

Hubo un tiempo en el que la vida era una montaña escarpada, y los humanos, tal como Sísifo*, en el transcurrir perpetuo de su condena, empujábamos piedras de trabajo y esfuerzo cuesta arriba. En el sudor de aquel esfuerzo encontrábamos un especial significado: la lucha contra la escasez nos unió; el error era maestro para la humildad; cada meta lejana se convertía en propósito que nos daba motivación para despertar cada mañana; en otros términos, vivir implicaba enfrentar los rigores de la adversidad y sobreponerse a los mismos. Desarrollamos en medio de aquel empeño máquinas para rendir y mejorar nuestros esfuerzos y el fruto de nuestro trabajo. Siglos más tarde, esas máquinas fueron codificadas para aprender a pensar. La inteligencia artificial logró pulverizar la piedra que cargábamos, desvaneciéndola en algoritmos, y gracias a ella, logramos alcanzar la cima de la montaña. Pero ahora que nos encontramos en la cumbre de la comodidad, el eco nos trae un interrogante que pocas veces nos habíamos planteado como especie: ¿Qué haremos cuando ya no haya nada que hacer?

El paraíso que esperábamos encontrar al llegar a la cima resultó ser un árido y hostil desierto. Estudios recientes revelan, por ejemplo, el impacto negativo que el uso excesivo de la Inteligencia Artificial tiene sobre el cerebro. En el ámbito educativo, niños y adolescentes tienden a sufrir episodios de ansiedad y depresión; los adultos, al delegar responsabilidades que implican el análisis de datos a las IA, poco a poco, van perdiendo capacidades de concentración y memorización. Y en áreas como el periodismo, la sistematización de datos genera incertidumbre laboral y episodios disruptivos que perjudican la salud mental. De cualquier modo, tenemos ahora más tiempo libre, pero cada vez menos alegría genuina. 

Byung Chul Han, autor del célebre libro La sociedad del cansancio, explica esta crisis con una interesante metáfora: antes, solíamos ser esclavos de un amo externo que nos imponía un trabajo, ahora, somos esclavos de un verdugo interno que nos exige ser felices. Ahora convertimos el descanso en una competencia: meditamos para rendir más, la libertad es ahora una jaula de oro; circunstancia que resulta hasta cierto punto disonante, un oxímoron evidente. El estándar de mayor productividad regenta en tiempos donde el tiempo libre, gracias a la irrupción de la Inteligencia Artificial, se vuelve común denominador. El esfuerzo humano ha cedido su lugar a la eficiencia, y ahora, el tiempo, que se vuelve abundante, es la dimensión que posibilita el tránsito al sujeto de ser un “animal laborans” a un “homo auto explotador”, el cual se presiona a sí mismo para lograr la optimización de cada segundo, lo que repercute en la pérdida de sentido de su existencia.

Nos hallamos frente a una paradoja profundamente dolorosa: hemos creado máquinas para liberarnos de las cargas del trabajo, pero terminamos extrañando aquella roca que empujábamos con tanto esfuerzo. Poco a poco las tareas más triviales de la vida cotidiana se han vuelto obsoletas e innecesarias, y acudimos de forma impulsiva a proyectos insulsos que inventamos en un afán de sentirnos altamente productivos. No paramos de revisar correos sin necesidad y volcamos nuestra existencia al ocio, al entretenimiento y al consumo compulsivo de series y redes sociales, donde se nos recuerda, en medio de un discurso excesivamente positivo, nuestro deber de ser cada vez más productivos; donde se responsabiliza, de manera deshonesta, a quienes padecen el rigor de las desigualdades de su propia situación. El aburrimiento moderno no se experimenta por falta de estímulos, sino por la saturación de posibilidades que son absolutamente vacías, por lo que el antídoto resulta amplificando este malestar, dado que hemos caído en la ansiedad de la comparación. 

La hiperactividad digital, va atrofiando la capacidad de contemplación y aburrimiento profundo y genuino, ese que para Han, consiste en un estado crucial para estimular la reflexión, la creatividad y la percepción de lo nuevo. La saturación y sobreestimulación digital impide esa pausa necesaria que nos lleva a la contemplación, para nuestro caso como católicos, nos inhibe de una espiritualidad genuina y guiada por Dios, nuestro Señor.

Donde esperábamos plenitud absoluta, solo hay un desgarrador silencio, y de vez en cuando, el eco de aquella pregunta existencial: ¿Qué haremos cuando ya no haya nada que hacer? No hay misterios que descifrar, sólo la paradoja de que el sujeto contemporáneo vive en lo que Han ha denominado “la sociedad de la positividad”, en la cual, el exceso de estímulo remplaza al sentido, y en donde la hiperconexión va suprimiendo progresivamente la existencia del otro. 

En la cima de la eficiencia, no hay la libertad entendida como bienestar, sino una nueva forma de esclavitud contemporánea: la conciencia de autoexplotación disfrazada de autonomía. Nace entonces un nuevo mito, no el de un héroe que lucha sin encontrar el final, sino el del ser humano que ha conquistado todo y sucumbe a la perplejidad de no saber qué hacer con su victoria y con su vida. El titán ya no empuja la roca en dirección a la cima, sino que el peso del tiempo libre, de la autoexigencia, de la fatiga crónica ahora está sobre sus lomos, el sujeto del cansancio neurótico es ahora víctima de un sistema donde el rendimiento se impone como imperativo moral, mientras que la automatización y la desaparición de su trabajo es reemplazado por lo digital, por el auge de las IA.

Con la sobreestimulación digital y con la inteligencia artificial operando en cada rincón de la vida humana, no habrá entretenimiento para tanto ocio, y el aburrimiento, no cumplirá la función de estimularnos hacia la trascendencia, sino que contribuirá a hundirnos en conductas disruptivas a partir de comparaciones compulsivas. 

El hombre alcanzó la cima y no tiene nada que hacer allí, el peso de la productividad es ahora su nueva carga. Ha sido el exceso de positividad el que genera fatiga y paulatinamente se convierte en aburrimiento y hastío. En nuestros tiempos, el homo programator es capaz de diseñar sus propias agendas, sus hábitos, incluso su placer, pero no puede programar aquello que le da sentido a su existencia. Cuanto más resuelve la tecnología, en medio de esa sobreabundancia que produce, el ser humano se convierte, siguiendo a Han, en una “máquina de rendimiento vacía”, en testigo de su obsolescencia existencial. 

Esta es la verdadera cima: una meseta de abundancia sin propósito ¿Qué sentido tiene la existencia cuando todo está resuelto? La existencia humana no se deja reducir a datos: el dolor enseña, la contemplación transforma, la presencia del otro conmueve y estas experiencias no pueden suprimirse en un algoritmo. Se pueden automatizar tareas e incluso rutinas, pero no la plenitud de quien las ejecuta con sentido, se puede simular una conversación, pero no la empatía ni la verdad; el algoritmo puede contribuir a la organización de la vida, pero no llega a justificarla.

El desafío ahora, no es conquistar otras cimas, sino habitar la cima que hemos alcanzado sin vaciarnos en el proceso. Hemos de volver a lo esencial: al silencio, a la lentitud, a la presencia del otro, desaprender ciertas urgencias, no afanarnos por ser más productivos, sino por ser más humanos. Tal vez, la cima vacía no es un castigo sino una oportunidad para comprender que el sentido no se programa, sino se habita, y que la libertad, no es hacer lo que uno quiere, sino querer y optar por lo que realmente importa. 

En otras palabras, el antídoto está en el otro. Cuando todo está resuelto solo queda el encuentro auténtico; regalar presencia, empatía, en lugar de likes; escuchar sin ofrecer soluciones artificiales; preguntarnos por cómo está el prójimo sin estar mirando la pantalla de un celular; proteger el misterio, maravillarnos con lo que la ciencia aún no es capaz de explicar; abrazar rituales sin aparente utilidad; dejar un espacio para lo sagrado, para Dios. 

El nuevo héroe no es ya quien escala montañas empujando una roca, sino quien es capaz de sembrar jardines en la cima; quien entiende que dicha cima no representa un fracaso y el final del sentido de la experiencia humana, sino una oportunidad para redefinir la misma y descubrir la plenitud. 

La lección final, lo reitero, es apercibirse de que la libertad no consiste en actuar a plena voluntad e incluso al compás del capricho, sino en hacer lo que realmente importa. Y lo que importa, en esta época de abundancia de certezas y de automatización, nace del vacío compartido, de la grieta que nos hace conscientes de que somos humanos. La condena de Sísifo no era simplemente empujar la piedra, sino darse cuenta de que en el esfuerzo latía la libertad. Desde la cima podemos reinventar esa libertad, no como escape del trabajo, sino como encuentro con lo que hace vibrar sin razones. El futuro no está en la conquista de nuevas cimas, sino en contemplar y hermosear la llanura desértica que, al llegar a la cima, hemos conquistado.

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*En la mitología griega, Sísifo fue el fundador y rey de Éfira, más tarde conocida como Corinto.

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Por: Pbro. Fabi Said Castro, párroco Santísima Trinidad - Arquidiócesis de Bogotá.

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