¡Resucitó!
"Cristo ayer y hoy. Principio y fin. Alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos". Así rasga la voz del…
Sí, Jesús está vivo, ha resucitado y nuestra fe no es en vano. Digámoslo de nuevo, ¡resucitó! ¿Dónde está la victoria de la muerte, dónde está su aguijón? (Cf. 1Co 15,55-57).
Cristo vive. ¿Qué nos dice este anuncio? ¿Qué nos dice la presencia del cirio pascual que arderá durante toda nuestra larga liturgia de la Pascua? ¿Cómo viviremos esta verdad que la Iglesia se empeña en representar con cincuenta días de gozo a partir del domingo sin ocaso, punto de fuga a la eternidad?
¡Tienen tanto que decirnos estos signos! Y sin embargo, lo olvidamos, tantas veces lo olvidamos. Como tantas son las cosas que nos preocupan, tantos nuestros deseos insatisfechos, las empresas fracasadas, las relaciones rotas, las angustias y soledades, las persecuciones, las despedidas, los desamparos. ¡Cuántas son, ahora, las amenazas que nublan el horizonte del hombre, cuántas las injusticias! Cuánto hay, en este 2015 cuyos números han sido trazados sobre el cirio pascual, de mal en nuestro mundo, de dolor, sufrimiento, incertidumbre, sensación de derrota...
Pero Él resucitó, y suyo es el tiempo y la eternidad. Jesús vive, y con Él, hoy quiero hacer un alto. Detenerme en medio de la oscuridad que nos rodea y tomar la luz de esta primavera, sentir su fuerza vital, contemplar los renuevos de las plantas, los rizos de las nubes de abril y sus jirones, sus destellos, y hacerlos míos. Sentir la vida que nos llama a vivir.
Hoy, quiero no dejar de mirar al Oriente, donde nace el sol. Y así mirando, recordar que fue en un día como hoy, muy de mañana, estando todavía oscuro, cuando tembló la tierra y un ángel bajó a remover la piedra del sepulcro. ¡Aún estaba oscuro y ya no había piedra alguna sobre el sepulcro, porque no había cuerpo alguno que sepultar, porque no había corrupción que ocultar, porque no había un muerto que embalsamar, sobre quien llorar, al que recordar, o tal vez, olvidar...!
Y no hay piedra que valga sobre ningún sepulcro si, cualquiera que sea nuestra muerte, hemos muerto con Él, porque viviremos con Él. Quedarán los perfumes y las mortajas a la orilla del camino. Y no necesitaremos sobornar a nadie para anunciar esta verdad, alrededor de la cual los guardias del poder terreno y la soberbia de la corrección religiosa tejieron sus mentiras. Sobornan y mienten, porque no pueden callar a quien es la Verdad, no pueden matar la Vida, que sale a nuestro encuentro como a Magdalena la encontró a la salida del sol, a los apóstoles en la mañana y al atardecer, a los de Emaús al caer la noche.
Y el miedo de las autoridades, hasta hoy revestido de poderío, de fuerza bruta, de latrocinio, sigue sobornando a los guardias de lo correcto para que no digan la verdad, que no tienen poder sobre nosotros. No lo tienen porque -gritemos de nuevo con gozo- ¡Él ha resucitado!
En este día sin ocaso, que le ganó al sol en su llegada, en medio de las penumbras que aún no se ahuyentan del todo, levantemos el corazón. ¡Es hora de levantar el corazón!, de salir "fuera de la maraña de todas nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción, levanten sus corazones", sabiendo que "siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y obras. Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Siempre hemos de ser 'convertidos', dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor" (1).
Hoy, cuando participemos en la Eucaristía, con la mirada puesta en la llama del cirio pascual demos gracias al Señor, que "en virtud de la fuerza de su palabra y de los Sacramentos nos indica el itinerario justo y atrae hacia lo alto nuestro corazón", y pidámosle: "Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, en hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor" (1). Porque hoy, aún en medio de la oscuridad del mundo, de los sufrimientos de este tiempo, estamos seguros "que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien... ¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? ¿Quién es el que los condenará? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? [...] en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.
Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro" (2), que ha resucitado, y al salir del sepulcro, para siempre, como ese cirio cercano al altar, "brilla sereno para el linaje humano".
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