Escribió el domingo pasado la periodista María Isabel Rueda, en el diario El Tiempo, lo siguiente: “La Iglesia, ingenuamente se metió de mediadora entre el presidente Petro, el senador Efraín Cepeda, uno de sus principales opositores, y las cabezas de las cortes y órganos de control, alrededor del compromiso de bajarle el tono a la confrontación política”. Y añadió: “Pero cuando Petro incumplió el acuerdo, las buenas intenciones de la Iglesia quedaron como un saludo a la bandera”. Es decir, afirma la escritora, dos pecados ha cometido la Iglesia: ingenuidad y vanas ilusiones. No dice si son mortales o veniales.
Esta opinión deja ver falta de esperanza. La Iglesia es adicta a la esperanza. Que el cardenal primado se tome el trabajo y el riesgo de sentar a una mesa austera y redonda a quienes están llevando al país a una situación de verdadera hecatombe quizás merece otra valoración. Sí puede aparecer como una acción absolutamente ingenua y afortunadamente lo es en alguna medida. Es un intento de llegar, no a la dimensión astuta y torcida de tantos actores de la vida pública, sino a la originalidad del corazón humano en busca de la bondad perdida o refundida. Ahí está la buena ingenuidad. Pero vale la pena arriesgarse en aras de un bien mayor que es la comunidad colombiana.
A los obispos lo que menos les interesa es de qué los califiquen mientras cumplen su misión. Y sentar a las personas a hablar decente y amablemente es sin duda parte de su tarea. Y hoy en día en Colombia es un imperativo ineludible. No puede ser que las cabezas del Estado y de las instituciones republicanas se traten como enemigos detestables pues lo que está en juego, a saber, la vida que está por ser mejorada, los problemas no solucionados, los conflictos por resolver, son los del país y no los personales de cada uno de ellos. Y no puede ser posible que quienes fueron compañeros en el congreso, los que hacen las leyes, los que las revisan, los que las firman, los que ejecutan la obra de gobierno no puedan llegar a ponerse de acuerdo en lo que está por hacerse en bien de todos. Y esa es la intención de los obispos al invitar a sentarse a manteles en una mesa redonda, sin cabeceras, igualitaria se diría hoy: hablar como personas, hacerlo con decencia, pensar en el país, bajarle a la grosería. Puede ser una ingenuidad, pero alguien tiene que intentarlo.
¿Se perdió el tiempo? ¿Perdió el tiempo Su Eminencia Rueda? La otra Rueda dice que sí, que fue un saludo a la bandera. Habrá que verlo con el paso de los días y los hechos concretos. Tal vez lo mismo se decía del Papa Juan Pablo II cuando visitó su natal Polonia, en aquel entonces aplastada por un comunismo asfixiante y pisoteador de toda dignidad humana. Y, al final, como dice la canción, “todo se derrumbó”, sin más armas o herramientas que la palabra y la fe. A veces hay que perder el tiempo en estos ejercicios que lo son de humanidad, de sensatez, de espíritu si se quiere, de confianza en Dios, sí, así como suena, en Dios que todo lo puede.
No es nada fácil para la Iglesia católica, para sus obispos y aun los sacerdotes, cumplir la tarea misional en este momento de Colombia. El ambiente esta caldeado y cualquier chispa puede volverse un infierno. Intentar mediar, invitar a hablar, proponer puntos de encuentro, identificar la verdad de los problemas y sus soluciones, respetar las diferencias, reconciliar las ofensas, son tareas más o menos quijotescas. Pero para eso está la Iglesia y es lo que le puede ofrecer hoy al país a nivel local y nacional. A pesar de todo, una y otra vez, hay que intentarlo. Está en juego la paz y la libertad de los colombianos.
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