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Familia y vida son atacadas y nadie dice nada

31 de agosto de 2015

En días pasados el Congreso recibió una oleada de nuevos proyectos de ley, los cuales atacan directamente la Familia, la Vida, y la Libertad Religiosa. Se trata del…

Es sabido que la Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la «inalienable dignidad de la conciencia»[ Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 1]. Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda componenda, y sin abandonar «la constante fidelidad a la autoridad y a las instituciones» que lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que «el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral».

Hoy no es posible callar sobre los graves peligros hacia los que algunas tendencias culturales e ideológicas tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones y de sus conciencias. Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural. Ocurre así que los ciudadanos reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias, [Evangelium vitæ, n. 22] como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor.

La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona [Gaudium et spes, n 25]. Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir ambiguedades, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública» [Gaudium et spes, n 73].

Se asiste a cambios legislativos que, sin preocuparse de las consecuencias que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos en la formación de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen destruir el principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en esta grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, dijo que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana.

 Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto [Evangelium vitæ, n. 73]. Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae, a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública» [Evangelium vitæ, n. 73].

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