Dos bellas misas
No estoy seguro de si todos en la Iglesia, especialmente los obispos y los sacerdotes, somos totalmente conscientes de la fuerza intrínseca que hay en una liturgia…
Escogí Medellín para pasar unos días de descanso. Las noticias que se oyen sobre la ciudad y la región a veces producen un poco de temor y dudas sobre si viajar o no. Pero, al mejor estilo colombiano, uno termina cerrando los ojos y arrancando a pasear pues de lo contrario moriría encerrado en un lugar no menos complejo como Bogotá. El primer domingo del viaje celebré la misa en la catedral metropolitana y el segundo fui a participar en una parroquia llamada San José, en el sector del Poblado.
La Catedral de Medellín es un soberbio edificio de ladrillo, gigantesco, iluminado con luz amarilla que le cae muy bien para crear un ambiente de recogimiento propicio para orar y celebrar. Me imaginé que, en esta iglesia, como suele suceder en las catedrales de las grandes ciudades, deberían fungir sacerdotes mayores y que una ayudita en domingo no vendría nada mal. La primera tarea consistía en convencer al sacristán de que yo era sacerdote y que quería ayudar y lo logré (tan meritorio como cruzar los Alpes con elefantes). La segunda era tratar de convencer a los sacerdotes allí presentes, calculo un promedio de edad como de 85 años para los tres que encontré, de permitirme celebrarles la misa de media mañana. Muy amables, me miraron de arriba abajo, preguntas de uno y otro tema y finalmente autorización para presidir la eucaristía. Lo mismo que yo haría en mi parroquia si aparece un paisano pidiendo permiso para celebrar la misa. Los paisas son rezanderos y van a misa a orar, responder, comulgar y así es muy agradable celebrar la santa misa pues se siente la fe en la participación.
La parroquia de San José del Poblado es una iglesia que tiene ya un buen tiempo de construcción y me pareció muy bonita y muy bien cuidada. Allí participé en la eucaristía como un fiel más. Y fue una misa muy bien celebrada, muy decorosa, con un sermón claro, lógico y de duración adecuada. El sacerdote, le calculo una edad quizás mayor de los 60 años, le dio buen ritmo a la celebración. ¡Cómo es de importante que la liturgia tenga ritmo, que avance, que transcurra, que no se empantane ni en exceso de palabras ni en exceso de gestos y signos! La música: bella y discreta. Una cantante excelente llevaba la pauta de la música con elegancia y sobriedad y también con discreción, es decir, no era más importante que Cristo ni que el sacerdote en la celebración. La acompañaba el órgano en una función complementaria muy destacada pues apoyaba, pero no asfixiaba ni apagaba la letra de los cantos. Una voz masculina hacía una segunda voz muy afinada y nos deleitó con algún canto en latín muy bien entonado, también con ritmo y color. Y los fieles presentes en la eucaristía, todos muy compenetrados del acto litúrgico: respondían con fuerza, cantaban, escuchaban en respetuoso silencio cuando el sacerdote o los lectores tomaban la palabra. En la elevación un silencio maravilloso, de adoración y fe. En fin, un gusto poder participar de una eucaristía bien celebrada, serena, seria, cuidadosa en la forma y en el fondo.
No estoy seguro de si todos en la Iglesia, especialmente los obispos y los sacerdotes, somos totalmente conscientes de la fuerza intrínseca que hay en una liturgia eucarística bien celebrada. Es una creación que raya en la perfección cuando se le escenifica bien. Sus ingredientes: la palabra, los signos, el silencio, la oración, el canto, la enseñanza, el gesto de la paz, la recepción de la comunión y todo lo demás que allí se pueda dar, cuando son bien utilizados, producen lo que significan, sin duda. Nos ha tentado el ruido, el espectáculo, la francachela. Nos ha matado la rutina, la sequedad, la frialdad, el estipendio. Nos ha debilitado la falta de estudio, la no preparación cuidadosa de la enseñanza, la interpretación muy elemental de las Santas Escrituras. Desde luego que no siempre es así, pero “el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar”.
Sin embargo, cada eucaristía bien celebrada, con todos sus componentes potenciados y ninguno exagerado, es un oasis en todo lugar y momento. Cada sacerdote que puede llegar a celebrarla en su mejor estado humano, espiritual y de fe, se convierte en maná inagotable para los bautizados y para todos los que creen sinceramente en la invitación del Señor Jesús: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré”. ¡Qué responsabilidad! No hay necesidad de hacer nada extraordinario desde el punto de vista humano para que una santa misa dé muchos frutos. Lo extraordinario es la acción divina que allí se da, en la Palabra y en la transubstanciación, y esto es lo que hay que rodear con el mejor ambiente, las mejores disposiciones, el mejor intelecto, el mayor recogimiento. Y lo demás, que aquí es lo más importante, lo divino, se dará por añadidura.
Estas dos celebraciones me hacen pensar una y otra vez que allí está el carácter católico. Ese es el sello de la Iglesia. No hay que cambiarlo por chucherías. No importa si de momento algunos se fugan al ruido, al espectáculo puramente humano, al aplauso, a la idolatría de lo humano. Los sacerdotes somos Juan Bautista, no Michael Jackson. Como a los viejos vasos de plata, a nuestra liturgia católica con frecuencia no le falta sino recuperarle su propio brillo y eso basta. Tengo dos pruebas de ello y de eso trataba esta crónica.
Imagen: Panoramio.net
Fuente Disminuir
Fuente