Celebramos la vida de Juan Rulfo precisamente el día en que murió: un 7 de enero. Nacido en los cálidos días de mayo en San Gabriel (México), fue a morir, como trasplantado, en las corrientes frías de Ciudad de México. Ya que esta memoria coincide con el inicio de año, cargado siempre de grandes propósitos (ir al gimnasio y aprender nuevos idiomas) les propongo una lectura rica: la de sus cartas con su amada Clara, que, según creo, combatirá mansamente contra dos espectros contemporáneos: el descrédito del amor romántico y el intelectualismo soso.
Juan Rulfo es un conocido escritor, guionista y fotógrafo, que a mediados del siglo pasado ganó una fama extraña. Con apenas un puñado de obras, entre las que destacan Pedro Páramo y El llano en llamas, se puso en primera plana del espectáculo literario mundial. Su prosa estaba enrarecida, pausada como la mirada del que sospecha, gris porque desde niño fue triste.
Y sin dejar de recomendar sus escritos más famosos, les propongo algo más íntimo: su correspondencia. El que un material así esté conquistando a tantos, se debe, pienso, a un renacer general de la literatura epistolar, ficticia o real, como una roca de salvación en pleno siglo de lo ligero, lo impersonal y lo efímero.
‘Cartas a Clara’ (Editorial RM y Fundación Juan Rulfo) es una recopilación que comprende al menos seis años, entre 1944 y 1950, coincidiendo con su noviazgo y primeros años de matrimonio.
Esta obra tan íntima, que obviamente no tenía como fin su publicación, es de una belleza enternecedora. En estas páginas, tan cargadas de adjetivos -de los que supuestamente huía- sorprende la personalidad de Rulfo, sencilla y enamorada, diametralmente opuesta a la de esos astros rutilantes como Borges: hombres alabados hoy -y leídos poco-, famosos más por su apariencia de sabios que por la riqueza que heredaron al mundo.
Este hombre, en las cartas que envía a Clara, despliega una sencillez extraña: de cierta forma se espera del escritor de Pedro Páramo una sofisticación monumental, un edificio impenetrable. Y en cambio, a medida que penetras su alma, te encuentras con un patio interno, de pueblo, con ropa extendida, con olor a comida. Abundan en sus cartas chistes flojos, bendiciones, apodos, confesiones y errores.
Pienso en este punto en aquellos que quieren escribir, que empiezan a hacerlo: temblorosos, seducidos quizá por la monumentalidad de los hombres que admiran, y al mismo tiempo tan seducidos por espejismos de grandeza, de que lo supuestamente bueno es impenetrable, complicado, que exige la renuncia de las raíces y de las creencias, que prefiere la forma al contenido. En otras palabras, esa generación de escritores que se nos viene encima, habituadas tal vez a que se exalten las cosas por cómo se dicen, por la irreverencia de lo dicho, pero que olvida el peligro de saber escribir bien acerca de nada en absoluto.
Escribir también se trata de lo bello, de lo que enseña, de lo que se transmite, del alma de los hombres. Se favorece demasiado esa marca registrada del escritor intelectual, impávido, socarrón, estratosférico, que relata la vida de los hombres porque es capaz de descender hasta su naturaleza.
Hay también otro enemigo, que las Cartas de Rulfo viene a sacudir, a espantar con escoba de casa de pobre: la combatida idea del amor romántico. Mientras los hombres se felicitan por haber superado la inmadura edad de la credulidad, de la promesa, Rulfo viene a recordarnos, con cada página, lo profundo que tenemos metido en el ser, esta cosa desesperante del amor, una estructura que emerge a la superficie, que hunde sus raíces en el corazón.
El amor no es un sabotaje: el amor engendra dependencias y dolores, pero es real. Le escribe a Clara Aparicio: “Esta carta debería ir sin palabras. Sólo llena de besos y del gran cariño que te tengo. Molerte a besos en el gran molino de mi corazón”. Extraña un poco este Rulfo enamorado, a kilómetros de distancia del hombre contemporáneo, que confunde romanticismo con cursilería, y la insensibilidad con la superación de una enfermedad.
Hay en Juan Rulfo, me parece a mí, una semejanza rara con Canetti: marcados por la muerte, cada uno la combatía a su modo. De pluma atajada, los dos se dieron a la fama con apenas unas cuantas obras. Pero en Rulfo se acentúa más la tristeza, de la que nunca pudo liberarse completamente, aunque la sintió combatida por su amor a Clara, aliviada por la compañía de sus hijos: “Fíjate, ahora ya somos cuatro y antes era yo solo y muy metido en medio de la noche.”
En fin: queda recomendada esta pequeña obra. Se puede disfrutar en estos tiempos. Estas cartas, a un amor que ya murió, logran describir un mundo sepia, entristecido, con mucho ayer y poco mañana, pero sin desesperación, sin escándalos, sino satisfecho, con espíritu, como una brisa suave.
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