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Avivar la profecía

24 de diciembre de 2022
Imagen:
De referencia.

Son varias las reflexiones sobre el cambio de época, sus causas y manifestaciones y la proyección sobre la manera como este cambio va modificando la concepción que las personas tienen sobre la propia existencia y su entorno. Hemos escuchado muchas veces que la embarcación que traía segura a la humanidad ha hecho agua; en este naufragio buscamos asirnos a cualquier resto aun significativo del antiguo maderamen. Nuestros obispos y vicarios episcopales cuidan al presbiterio buscando robustecer la esperanza.

 Nuevos escenarios e inéditas situaciones han estimulado la profecía en la historia del cristianismo. Ya en comunidades de la segunda generación de discípulos que comenzaban a seguir el camino de Jesús se fue dando el caso de algunos que habiendo enfriado el fervor contemporizan con el ambiente; para ellos la carta a los Hebreos llama la atención sobre la indolencia (Heb 6, 12), la mediocridad (6, 4-6), la negligencia (6, 11-12), la ausencia a las reuniones (10, 25); pero sobre todo deja ver el esfuerzo por ayudar a comprender que la fidelidad de Dios no depende de la liturgia del templo de Jerusalén ni del oficio del sumo sacerdote. En este contexto de cambio el autor de la carta nos descubre que por el sacrificio de Cristo Dios nos capacita para hacer la ofrenda de la propia vida.

Siglos después el ambiente cultural de la modernidad fundada en el racionalismo impulsó a los teólogos a asentar sus trabajos en la filosofía perenne de Santo Tomás para responder al ambiente de duda y sospecha sobre el más allá. Simultáneamente las descalificaciones de los reformadores llevaron a que pastores y catequistas encontraran y propusieran la eficacia sacramental como prenda segura de la vida eterna y elemento definidor del catolicismo.

El panorama de la civilización en nuestros días puede ser reconocido como el tiempo del silencio de Dios y precisamente por ello son también los días en que esperamos el florecimiento de profetas que nos ayuden a reconocer el camino por el que el hombre de ‘la era de los posts’ –como escribe Leonardo Cárdenas en la revista ‘Faro’– se familiarice con la fidelidad al Evangelio.

Nuestro ministerio ha estado centrado en lo litúrgico, desde el medioevo se nos definió a los presbíteros como los ‘hombres del altar’ y la respuesta a la crisis del protestantismo nos resignificó como los que confieren la gracia mediante la eficacia de los ritos sacramentales.

Los días del confinamiento han dejado en evidencia un desafecto de muchas personas por lo sagrado. La sociedad del bienestar y la información llevan a muchos a no sentir la necesidad de salvación.

 

El profeta mira a su alrededor y valora los signos de los tiempos, sin embargo, su verdadero ministerio consiste en descubrir el horizonte de esperanza.

 

Los signos de los tiempos son aquellos vestigios del Reino adentrándose en nuestra historia, alegran e ilusionan el caminar, pero no son el horizonte. La generosidad de muchos hermanos, la asistencia a través de obras sociales, un mínimo número de formandos en el Seminario son signos del Reino transformando la vida de los creyentes y al mismo tiempo nos llevan a tomar conciencia de lo que aún nos falta para tener una sociedad equitativa y más acorde con el espíritu de las Bienaventuranzas.

Quizá una humana complacencia en las celebraciones multitudinarias y la consideración de la liturgia como un fin nos hizo olvidar que el horizonte de la vida cristiana está más allá. Un elemento que no aparece como debiera en nuestras homilías y propuestas pastorales es precisamente la trascendencia de la fe cristiana.

El renovado concepto de revelación que propone el concilio Vaticano II nos lleva a reconocer la historia personal y comunitaria como el lugar en donde Dios se revela justificando al ser humano, es decir, haciéndolo justo. La justicia de Dios es la santidad, la plenitud de la caridad.

Podemos entender los relatos de los evangelios como secuencias de escenas en las que el Maestro se acerca a las personas en su situación concreta de lejanía, de enfermedad, de marginalidad… y en estos encuentros enciende el amor de Dios en cada una de estas personas. Solemos insistir en estos casos en el milagro, pero hay algo más hondo que curaciones. El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios tiene la capacidad de acoger el amor de Dios y cuando esta realidad del amor de Dios se enciende lo primero que se ilumina es la dignidad de la persona.

Quien era señalado como pecador, al ser iluminado por la gracia descubre su dignidad de ser humano, y cuando este alumbramiento es auténtico, esta persona reconocerá que en su proceder tiene que cambiar porque posiblemente la luz del Evangelio lo hará reconocer que hay muchas cosas que denigran de su dignidad.

Fuente:
Pbro. Tadeo Albarracín, doctor en liturgia.
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