Vivir más que marchar
Un cristiano cuya vida es reflejo luminoso de su amor a Dios y de amor a su Palabra es sin duda un mensajero más fuerte y eficaz que cualquier marcha o alboroto…
Cada vez que se plantea alguno de los temas polémicos de la vida moderna, como por ejemplo, el matrimonio, el aborto, la eutanasia, la adopción de los niños, etc., suelen presentarse dos posiciones públicas absolutamente opuestas. La primera es la virulencia de quienes quieren desconocer el orden natural y divino de las cosas y pretenden convertir todo en derecho y amenazan con cárcel a quien no piense como ellos. La segunda es la defensa callejera de unos valores eternos y que suele estar pensando y organizando marchas para gritar con voz fuerte lo que se cree y piensa. De ambas posiciones no ha quedado sino lo que se respira con tanta fuerza en la nación colombiana y es una sensación de violencia por estallar, unos odios mal disimulados y unas antipatías nada constructivas.
Es importante, desde la Iglesia, hacer una insistencia sobre todo a los bautizados. La fe, más que nada, debe ser vivida. Esa es la gran lucha de todos los días. Un cristiano cuya vida es reflejo luminoso de su amor a Dios y de amor a su Palabra es sin duda un mensajero más fuerte y eficaz que cualquier marcha o alboroto callejero. Lo que los cristianos requieren hoy en día es una identidad muy clara, basada en una fe profunda y en un deseo de servir a Dios y al prójimo que no deje lugar a ninguna duda. Desde luego que también, el creyente, está llamado a proclamar de viva voz lo que cree y lo que enseña la Palabra de Dios. Pero esto hay que hacerlo en forma tal que pueda resultar en la conversión de otras personas y no en el efecto que suelen producir marchas y griteríos y que no es otra cosa que más resistencia de los más radicales y muy poca reflexión para acercarlos a Dios.
En las últimas décadas, quizás cuatro o cinco, la sociedad y el estado colombianos, también las instituciones, han ido desmontando paulatina y metódicamente el cristianismo que se encontraba permeando todas sus leyes y estructuras, incluso el calendario y el ritmo de la vida. Y en este propósito han sido exitosos. En lo que no lo han sido es en la abolición de la fe cristiana pues esta sigue muy presente en la vida de la nación, incluso con nuevas iglesias. Así, entonces, no parece de gran utilidad enfrentar al estilo político a una institucionalidad que ha sido tomada por un pensamiento alejado de la fe cristiana y de la doctrina social de la Iglesia. En donde sí parece que hay que hacer el énfasis es en la identidad de los bautizados, de los miembros de la Iglesia, para que su vida y sus palabras sean siempre y en todas partes testimonio vivo y convincente del Cristo que guía su existencia y sus opciones fundamentales.
Desde la Conferencia Episcopal y desde cada obispado situado en Colombia cabe hoy una reflexión sobre la forma más adecuada e inteligente de enfrentar este ambiente que podríamos calificar de post-cristiano en algunos sectores de la comunidad colombiana. Si la Iglesia existe única y exclusivamente para evangelizar, cualquier acción que se quiera llevar a cabo para tener resultados efectivos en estos temas y tiempos convulsos, debe apuntar, sobre todo, a que el mensaje de Cristo sea realmente escuchado, reflexionado, asumido. Esto es difícil de lograr a partir de marchas, arengas, manifestaciones de plaza pública, pues eso es visto con otras connotaciones por quienes están en la orilla opuesta. Ningún creyente debe desesperar por los aparentes avances de ciertas ideologías que lo quieren todo diferente a lo dispuesto por Dios en su infinita sabiduría. La historia sigue estando en manos del Creador. Y está clarísimo que la idiosincrasia del pueblo colombiano está muy lejos de querer ser enemiga de Dios. Unos pocos sí quieren oponerse y para que sean conocidos requieren de marchas. Allá ellos.
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