Parroquias que se apagan
Podría llegar el caso, como ya se ha dado en algunas ciudades grandes, que las parroquias sin vida ni futuro simplemente se supriman.
En Bogotá, como sucede en las grandes ciudades, hay sectores, que suelen ser céntricos y antiguos, que entran en verdadera decadencia. Los residentes los abandonan, llegan actividades de baja categoría, la delincuencia suele afincarse allí, la gente teme el ir a esos sitios. Y también las viejas y tradicionales parroquias sufren las consecuencias de ese deterioro de la urbe. Se van quedando sin una comunidad de fieles propiamente dicha y por tanto la vida pastoral decae notablemente. Los sacerdotes allí asignados entran como en un estado de cuestionamiento permanente acerca de cómo responder a unas situaciones que son prácticamente inmanejables. Y el sostenimiento de estas edificaciones –templos, casas curales, centros de pastoral, a veces colegios- se va volviendo cada vez más difícil, por no decir, imposible. Dentro de las ciudades las zonas van teniendo sus ciclos de nacimiento, esplendor y decaimiento y eso hay que tenerlo claro.
Y tenerlo claro también a nivel de Iglesia. Quizás no valga la pena empeñarse en conservar a toda costa el funcionamiento de todas las parroquias de esos lugares en decadencia o despobladas. Podría ser que alguna abarque más territorio y que asuma como centro de culto a las que se van apagando. Puede ser necesario clausurar algunas instalaciones pues subsidiar su sostenimiento quizás no tenga mayor sentido, sobre todo cuando hay parroquias en barrios llenos de gente que apenas sí se sostienen. También es posible que haya que disminuir la actividad del culto y los sacramentos, limitándolos a los estrictamente necesario. Y podría llegar el caso, como ya se ha dado en algunas ciudades grandes, que las parroquias sin vida ni futuro simplemente se supriman.
Capítulo especial en este tema merecen los sacerdotes que se envían a estas parroquias. A veces se pintan cuadros un poco idealizados y románticos acerca del servicio sacerdotal en estos lugares tan complejos. La realidad no siempre da para esos sueños. Entre la falta de una comunidad estable, la ausencia de compañía, el temor por la inseguridad y la falta de los ingresos mínimos para subsistir dignamente y sostener el centro parroquial, la vocación puede flaquear o trocar en vocación de negociante, por física necesidad. Pero en el fondo lo que puede sentirse mal es la misma situación humana del sacerdote. Tal vez no haya necesidad de poner en riesgo ni la persona ni la vocación de nadie y sí más bien conviene pensar formas nuevas de atender pastoralmente lo que haya por atender en esos sectores de la ciudad. Por ejemplo, creación de comunidades sacerdotales que en el día se desplazan a esos lugares, pero que se sitúan en lugares diferentes en temas de vivienda y convivencia.
La arquidiócesis de Bogotá, cuyo Seminario Mayor tiene muy pocos aspirantes, y en la cual el número de sacerdotes es relativamente pequeño, está llamada a hacer opciones pastorales que implicarán inevitablemente renuncias a otras posibilidades. Optar por los barrios residenciales, por los colegios y las universidades, por los centros hospitalarios y carcelarios, en fin, por los lugares donde realmente se encuentra el mayor número de personas que pueden ser atendidas pastoralmente. Y habrá que dejar en un segundo lugar otros sectores que son muy complejos de atender y evangelizar por razones que se salen de las manos de la misma Iglesia. Tratar de abarcarlo todo puede ser en este momento un error y un desperdicio de fuerzas. Y quizás un poner en riesgo vocaciones muy valiosas. Dentro del nuevo plan evangelizador de la Arquidiócesis debe llegar el momento de elegir dónde se puede realmente trabajar con fruto y enfocar hacia allá todas las baterías. Lo demás habrá de esperar un poco.
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