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Los problemas reales de Colombia

20 de mayo de 2019

El territorio colombiano está lleno de obras inconclusas, los llamados elefantes blancos. Estamos repletos de programas de desarrollo social que se detienen en cualquier…

No deja de ser llamativo que la situación jurídica de una sola persona que estaba y está en la cárcel, a la espera de un juicio, capte la atención simultánea de las principales autoridades del Estado: el Presidente de la República, las cortes, el Procurador, la Policía, los ministros del despacho. Es claro que el tema no es menor, pero el despliegue de toda la autoridad estatal para intervenir en su caso, con todos los costos económicos y políticos que esto conlleva, es desproporcionado y hasta injusto con el resto de la población colombiana. Son tantos y tan graves los asuntos por los cuales debe responder el gobierno, que no tiene sentido que se distraiga totalmente en un caso particular que, por lo demás, debe estar en manos del poder judicial y de nadie más.

Recientemente han salido a la luz pública los datos de una pobreza creciente en el país. El ataque a los líderes locales parece no detenerse. Los cultivos ilícitos son hoy en día, por llamarlos de alguna manera, el tercer mar de Colombia por su enorme extensión, con todo lo que de violencia, corrupción y descomposición allí se genera. El acceso a la educación superior no encuentra una solución definitiva, contribuyendo esto al malestar que carga hoy en día buena parte de la población joven del país. El tema de las grandes vías que deben conectar óptimamente el territorio nacional no acaba de encontrar realizaciones definitivas, como en el caso de la vía entre Bogotá y Villavicencio. La creciente inmigración tampoco es tema menor. Y sigue un largo etcétera. Muy largo como para que en Colombia se dedique tanto tiempo, tantos recursos, tantas energías a la situación de una sola persona cuya suerte, como ya se anotó, debe estar solo en manos del poder judicial.

Las naciones latinoamericanas han sufrido por décadas de una especie de falta de concentración en sus propósitos fundamentales y una gran dispersión de sus energías y de sus recursos que no siempre son abundantes. Estos países ensayan toda clase de modelos políticos y económicos, ponen en los puestos de mando seres cuyas competencias no siempre son claras y despilfarran su dinero en toda clase de proyectos inviables o que no se llevan a su feliz realización total por cualquier razón o capricho. En el caso concreto de Colombia, el territorio está lleno de obras inconclusas, los llamados elefantes blancos. Estamos repletos de programas de desarrollo social que se detienen en cualquier momento sin previo aviso y en perjuicio de quienes en ellos participan. Y si a todo esto se le añaden los innumerables paros que detienen la educación, el transporte, los servicios de salud, pues el panorama es muy desalentador. Los problemas son muy grandes, muy graves y tocan a multitud de personas. En estas multitudes debería estar concentrada toda la acción estatal y la de sus gobernantes. No hacerlo es una gran injusticia.

La Iglesia, lo mismo que los grandes medios de comunicación, deberían llamar la atención con fuerza sobre este problema del Estado disperso, distraído, concentrado en unos pocos en detrimento de las grandes mayorías. Hoy se da exactamente esa sensación: algunos sectores minoritarios han copado el Estado, sus recursos, sus energías. ¡Y el resto de la población siempre a la espera de lo que le corresponde! Al mismo tiempo queda la sensación de que el tiempo pasa y este permanente aplazar de lo que es vital para las mayorías puede generar situaciones todavía más complejas y aventuras políticas de incierta solidez. La imagen de nuestros gobernantes corriendo de un lado para el otro, volando de un lugar a otros, hablando de todo cada media hora, excesivamente expuestos a cámaras y micrófonos, no deja la idea de personas solícitas por el bien común, sino de seres humanos un poco perdidos en nuestra compleja realidad. La crisis político-judicial de la semana pasada debería ser ocasión para recuperar la majestad del Estado y su autoridad, lo mismo que la importancia de priorizar el bien de las mayorías como su ocupación primera y última.

 

Imagen: El Colombiano

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