Un gran eco en la Iglesia y en el mundo ha tenido la canonización por parte del Papa León XIV de dos jóvenes italianos Carlo Acutis y Pier Giorgio Frassati, sucedida el domingo 7 de septiembre. El Pontífice ha dicho en la celebración en Roma que ambos son signos de vidas aprovechadas desde los primeros días de la vida, sin malgastar el tiempo. Jóvenes que desde sus edades casi que de infancia conocieron el amor de Dios, la importancia de la oración y de la vida sacramental y el amor y servicio a los pobres. También un amor grande por la eucaristía. Hace muy bien la Iglesia en reconocer en estas dos vidas llenas de juventud y pureza una fuerte presencia del Espíritu de Dios santificando la vida.
Estas dos canonizaciones permiten recuperar una memoria un poco perdida en el mundo católico y es la que contiene la biografía de muchísimos jóvenes que, a lo largo de la vida de la Iglesia, se entregaron de lleno a Dios, sirviendo a sus hermanos. Esta larga lista no comienza en el siempre joven Jesús de Nazareth, sino que se remonta a David, a Salomón y seguramente a otros muchos hombres y mujeres jóvenes del antiguo testamento. Y teniendo su modelo supremo en Jesús, se hace de nuevo vida en los apóstoles que lo siguen siendo todavía jóvenes. Y también María, su madre, y José, su padre. Y, después en la Iglesia los jóvenes se hacen presentes fuertemente en personas como Agustín de Hipona o Francisco de Asís. Larga es la historia de hombres y mujeres jóvenes que sin temor hicieron de sus vidas una ofrenda agradable a Dios.
En el imaginario popular y católico, alimentado fuertemente por la iconografía tradicional, los santos parecen ser siempre personas mayores y casi siempre ancianas. Y, en ocasiones, lo que se escribe y dice de ellas deja la impresión de seres un poco extraños. Nada más alejado de la realidad. Todos fueron personas que hicieron del amor a Dios y a las personas las consignas de su vida en los campos más diversos de la existencia. Unos fueron grandes orantes, otros contemplativos, otros operadores de la caridad, unos servidores de los enfermos y los pobres, otros educadores consagrados. Y así en las tareas más variadas de la vida. Como se escuchaba recientemente en el evangelio, pospusieron todo para entregarse de lleno a Dios. Y la mayoría de ellos empezó su itinerario de santidad en su juventud y algunos en la infancia. El Espíritu sopla donde quiere y hace las obras de Dios.
Carlo Acuti y Pier Giorgio Frassati, canonizados, son como un grito espiritual para que la Iglesia, todos los bautizados, no le den largas a las grandes obras de Dios que pueden sucederse desde los primeros días de la vida de cualquier persona. ¡En cuántos niños y niñas que se preparan para recibir la primera comunión se vislumbran ya rasgos de inocencia y santidad verdaderamente admirables! ¡En cuántos jóvenes que buscan el sacramento de la confirmación se hallan verdaderos tesoros de amor al prójimo y a Dios! La Iglesia tiene en los niños y jóvenes un tesoro espiritual del cual quizás no hay tanta conciencia y por eso puede existir el pensamiento de que es mejor esperar a que maduren para acercarlos más a Dios. Error gravísimo. La verdad es que cuando niños y jóvenes que tienen gran piedad, sentido espiritual, ánimo de servicio, son bien orientados, la obra de Dios se manifiesta de una forma extraordinaria. Resulta de la mayor importancia que en la Iglesia se mire con todo aprecio la vida de santidad que hay en niños y jóvenes.
Todo este acontecimiento de las canonizaciones de los jóvenes Acuti y Frassati estuvo acompañado de una verdadera multitud de jóvenes y por la misma familia del primero. Santos de nuestros días y multitudes de jóvenes de hoy siguiendo el acontecimiento. Todo signo de esperanza. Mensaje muy claro para el mundo: los jóvenes no son unos simples consumidores o unos esclavos de las redes y las modas. Son tesoros de Dios, vasijas de barro que quieren ser llenadas por el vino de la santidad y la gracia de Dios. Que se alegre la Iglesia por estos dos nuevos santos y que se motiven otros jóvenes a seguir sus mismos pasos que no son diferentes a los de Jesús de Nazareth, el santo de Dios.
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