Las agencias de noticias internacionales, al hacer la crónica del fin de la guerra entre Israel y Hamás, citan esta cifra horrible de muertos. A ello hay que sumar los secuestrados, algunos liberados y otros muertos en el cautiverio. Y ni qué decir del arrasamiento de la Franja de Gaza donde ahora se hace imposible habitar y miles de personas sobrevivientes tendrán que empezar a migrar y seguramente morir en el camino o en tierra extranjera. Y, además de la cifra increíble de muertos y de la cual no hay punto de comparación reciente en la historia de la humanidad, queda muy probablemente sembrada la semilla de otra guerra, pues nada indica que entre el pueblo de Israel y los palestinos las diferencias estén sanadas en ningún sentido. Dios quiera que algún día se sanen tantas heridas.
Por lo pronto hay que sentir alivio por el cese de las hostilidades armadas. Es como una paz primera, necesaria, pero con mucho trabajo por delante. El futuro pacífico requiere que se reconozca el derecho del pueblo israelita a existir y a hacerlo en su propio territorio. Lo mismo, el pueblo palestino. Y el futuro requiere también un empoderamiento de todos los medios políticos y diplomáticos, tanto de ambos pueblos como de la comunidad internacional, para llegar a una solución justa y duradera. Y, al mismo tiempo, un esfuerzo gigante por controlar todo intento de violencia para resolver una cuestión tan compleja y tan antigua. En este sentido, la historia no ayuda mucho, pero es necesario hacer el esfuerzo para que esta historia en la tierra santa se comience a escribir por vías humanas y pacíficas y no más por las de las armas y la guerra.
Es muy difícil saber qué es lo que realmente se mueve detrás de estas guerras espantosas y cuántos intereses se entrecruzan en forma cruel y despiadada. Lo que sí es absolutamente visible es la tragedia de los asesinatos a sangre fría de ciudadanos inocentes; los secuestros; la muerte de rehenes; los bombardeos sobre la población civil; la destrucción masiva de ciudades, poblaciones; y en medio la gente del común, el pueblo de cualquier nacionalidad, los pobres que no tienen cómo pagar un pasaje para huir y tampoco quién los reciba.
Esta parte visible de la guerra es la que conmueve al resto de la humanidad que se niega a creer que en pleno siglo 21 no exista la capacidad de dialogar racionalmente para solucionar aún los problemas más complejos y antiguos y que atañen a seres humanos y no a monstruos de la época de las cavernas. La humanidad tiene todo el derecho a indignarse cada vez que los poderosos –sean grupos armados o gobiernos establecidos- aprietan los gatillos sin misericordia contra los ciudadanos inocentes, los pobres e indefensos.
El papa León acaba de publicar su primer documento –Dilexit te- como Sumo Pontífice y lo dedica a los pobres, quiere motivar hondamente a todos los miembros de la Iglesia para que se ocupen de ellos decididamente. Al terminar la guerra en Oriente Medio queda una multitud de seres humanos sin techo, sin abrigo, sin seguridad alimentaria constante, sin servicios, alojados en campamentos muy frágiles. La Iglesia del mundo entero, todas las iglesias, tienen ante sí ahora un punto de atención que debe mover a acompañar a quienes están sufriendo de todas las formas imaginables.
Queda una tarea infinitamente larga y difícil, pero ante la cual hay que detenerse con ojos de samaritano para inclinarse, ayudar, acoger, sanar y hacer revivir la esperanza y la alegría hasta donde sea posible.
La paz que llega causa alegría y esperanza. La guerra que la precedió una profunda tristeza y un desencanto grande al ver cómo pocos hombres son capaces de sacrificar a miles para sus propios intereses, cualquiera sea su nombre.
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