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La insensibilidad moral

14 de diciembre de 2016

Ningún buen ciudadano, ningún miembro vivo de la Iglesia, ningún docente que sienta su vocación, ningún padre de familia, ningún dirigente que ame su país y su familia,…

Hoy en día hay una verdadera censura para hablar de moral. La sociedad y las personas en particular han desarrollado una verdadera sordera ante el argumento moral o ético. Pareciera que nadie está dispuesto a que le digan lo que tiene que hacer y mucho menos lo que no debe hacer. Ha crecido hasta el infinito una sensación de que cada persona es la única ley de sí misma y que nadie ni nada puede ni debe orientarlo en cuanto a sus comportamientos. Esto ha dado lugar a una especie de estampida moral que, como en una de animales salvajes, está pisoteando la vida de personas, de familias y de la misma sociedad.

No son las palabras las que revelan la debacle moral. Son los hechos que nos consumen a diario. Ya no se sabe por dónde debe comenzar la lista de las cosas absurdas con las cuales nos encontramos los colombianos cada día. Violaciones, asesinatos, robos en todas las formas posibles y no solo a las personas, sino a las instituciones, a las empresas, a lo público; consumo absolutamente salido de control de toda clase de sustancias sicoactivas y por ende también de los actos que suelen seguir a estas conductas antihumanas. La sexualidad ha sido raptada de su contexto de amor y es poco menos que una mercancía de libre circulación. La destrucción de la familia, la agresión casi que cotidiana de las mujeres, el abandono de niños y el descuido en su integridad física, mental, espiritual. Y podríamos alargarnos eternamente en este elenco de lo que ofende toda dignidad humana y, cómo no, al cielo también.

¿Qué ha pasado con la moral en la sociedad colombiana? ¿En qué momento se perdió la sensibilidad moral entre nosotros? ¿Alguien volvió a enseñarla? Estas y muchas preguntas similares hay que volver a poner sobre la mesa de las discusiones de nuestra realidad. Seguir censurando el discurso moral es abocarnos en forma cada vez más veloz hacia el abismo profundo de nuestra propia destrucción. ¿De qué le sirve al país tener buenas carreteras, hacer bellos colegios, firmar la paz con los alzados en armas, educar a niños y jóvenes en toda clase de artes y oficios, profesiones y doctorados, idiomas y mil cosas más, si no hay referentes éticos para comportarse como verdaderos seres humanos? ¿Acaso no resulta ser todo como un canto de cisne, o sea, entonar aparentes bellos himnos como preludio a la destrucción definitiva? Infortunadamente ese parece ser el itinerario que está siguiendo la sociedad colombiana.

La Iglesia en Colombia lleva muchos años denunciando nuestra enfermedad moral. Juan Pablo II y Benedicto XVI no se cansaron de denunciar una y otra vez que asistimos a una época de adormecimiento de las conciencias, con unas consecuencias difíciles de imaginar, pero que quizás Colombia ha venido mostrando, lastimosamente, con meridiana claridad. Obispos, sacerdotes, catequistas, enseñantes de religión, padres de familia, instituciones educativas de la Iglesia, tratan por muchos medios de hacer llegar el razonamiento moral a personas y comunidades. Pero todo demuestra que el esfuerzo es insuficiente. Los hechos aplastantes de descomposición nos tienen anonadados.

Ningún buen ciudadano, ningún miembro vivo de la Iglesia, ningún docente que sienta su vocación, ningún padre de familia, ningún dirigente que ame su país y su familia, nadie que ame la vida y la felicidad propia y la de los demás debería ser pasivo en esta hora de nuestra sociedad. Es necesario reabrir espacios para el discurso moral, con sus fundamentos religiosos y racionales. Y hay que dar la pelea para que efectivamente sea escuchado. Si no entramos en esta dinámica no nos queda más remedio que esperar el golpe que irá acabando con todos pues hay demasiadas personas que ya no tienen límites en su accionar y su alimento es la sangre del prójimo. Pero nuestro discurso es de esperanza: tal vez quede todavía en nuestra nación una reserva moral que le permita a las mayorías mirar el presente y el futuro con optimismo. Sin embargo, urgen mecanismos para que el sentido moral de todos sea un actor de primera línea en la vida personal y social colombiana.

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