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La Iglesia ante  el futuro

16 de mayo de 2016

Acabamos de celebrar la solemnidad de Pentecostés. De diversas maneras he tratado de motivar a la comunidad diocesana para que preparemos y vivamos esta fiesta que nos…

La realización de esta misión, a lo largo de dos milenios, ha estado acompañada de maravillosas intervenciones de Dios, pero también de enormes desafíos.

Actualmente, nosotros podemos tener la tentación de no preocuparnos porque todavía muchas personas marchan en la vida parroquial, porque la Iglesia tiene obras significativas y porque en la opinión pública se conserva, al menos en algunos sectores, acogida y favorabilidad. Sin embargo, no podemos perder de vista que estamos frente a una creciente persecución por parte de una cultura cada vez más secular, a la que en este momento no sabemos hacer frente adecuadamente. Las profundas raíces cristianas de la sociedad están siendo seriamente destruidas por una ideología secular.

Hemos venido ignorando este fenómeno porque nos apoyamos todavía en un “catolicismo sociológico”, que mantiene algunos principios cristianos, algunas tradiciones piadosas y algunos comportamientos favorables a la religión. Pero no nos hagamos ilusiones; un ateísmo sigiloso destilando permanentemente en las universidades, una visión materialista de la vida presentada constantemente por los medios de comunicación, una oferta de vida sin profundidad ni compromiso a través de la sociedad de consumo y del entretenimiento, le están cambiando la cabeza y el corazón a muchos fieles y también a algunos sacerdotes.

Las consecuencias son evidentes. Se imponen leyes que atentan contra la vida y la familia contradiciendo no sólo los principios cristianos sino la misma naturaleza que los inspira, se hace más difícil a la Iglesia influir en el curso de la vida social e incluso vivir en forma auténtica su fe, se merma el número de católicos en nuestra sociedad, cunde la ignorancia y el sincretismo religioso en nuestros fieles, se envejece la población católica pues no siempre sabemos llegar a los llamados hoy “millenials”, se propaga la confusión moral que está dejando a tantas personas sin sentido en la vida y sin esperanza.

Esto no es una visión negativa, sino una realidad evidente que no podemos escamotear. De esta situación todos los católicos, sacerdotes y fieles, somos culpables. En primer lugar, por no llevar una vida conforme a la enseñanza del Señor; luego, por no haber emprendido una evangelización profunda, progresiva, capilar, adecuada a este tiempo; después, por no haber obedecido las inspiraciones del Espíritu que, a partir del Concilio Vaticano II, nos ha mostrado cómo podemos renovar nuestra Iglesia y situarla eficazmente en el mundo; finalmente, porque por acomodarnos hemos renunciado a la audacia de los testigos.

Entonces, ¿todo está perdido? De ninguna manera. La Iglesia nunca fracasará. La restauración del mundo no tiene reversa. Dios no se arrepiente ni olvida su proyecto. Es hora, por tanto, de una profunda purificación, de una unidad a toda prueba, de una evangelización nueva, de un relanzamiento actualizado de la misión. Esto fue lo que ocurrió precisamente en Pentecostés. Esto es lo que el poder del Espíritu quiere hacer hoy, si se lo permitimos. El cambio cultural y la realidad política que vivimos exigen, como nunca, la presencia y la acción de la Iglesia. Renovar el alma de nuestra sociedad depende, entonces, de nuestra fe, de nuestro testimonio y de nuestro compromiso apostólico.

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