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La confesión

21 de marzo de 2017

La confesión sacramental es un verdadero ejercicio espiritual que, bien hecho, puede hacer crecer mucho a quien la realiza. Le permite, en primer lugar, situarse…

Está en boga, entre corruptos y criminales, confesar sus fechorías. Quizás algunos lo harán por arrepentimiento verdadero, pero la mayoría lo hace para obtener beneficios de parte de la justicia. Las ganancias se obtienen, no solo reconociendo su propio mal obrar, sino delatando a otras personas. Es decir, estas famosas confesiones son más una especie de venganza que un verdadero acto de enmienda. Y aunque algunos paguen cárcel, en verdad son pocos los que pagan el mal hecho, como devolver lo saqueado al Estado o a las empresas, o restaurar la honra y la fama de las personas, y ni se diga lo que sucede cuando el mal ha acabado con vidas humanas, es decir, cuando toda reparación es imposible. En síntesis, las confesiones en boga no tienen mucho que ver con las que se hacen en los confesonarios de la Iglesia.

En la Cuaresma, una de las invitaciones enfáticas de la Iglesia es a acercarse al sacramento de la reconciliación. Hoy en día, hasta los más escépticos están de acuerdo en que es muy importante que las personas sepan reconocer sus errores y las ofensas cometidas. Y, también, que es sano sentir culpa de las actuaciones que han causado mal. La confesión sacramental es un verdadero ejercicio espiritual que, bien hecho, puede hacer crecer mucho a quien la realiza. Le permite, en primer lugar, situarse claramente ante Dios como necesitado de su perdón y su misericordia. En segundo lugar, es un instrumento muy valioso para revisar muy concretamente la vida de las personas y descubrir allí, no solo el pecado, sino también las alegrías y fortalezas de la vida. Y es, desde luego, una fuerza que viene de lo alto para continuar de mejor manera el camino de la vida, sin alejar nunca de la vista la meta, que no es otra que Dios mismo. Está claro, entonces, que la cuaresma debe ser una ocasión para acudir con sinceridad y humildad al tribunal de la misericordia presente en la confesión sacramental.

Cabe aquí, por tanto, un llamado a los confesores para que se apliquen especialmente en este tiempo litúrgico al hermoso ministerio de la reconciliación. Es innegable que en la vida del sacerdote y del obispo pocas son las ocasiones en que más puedan hacer por las almas que sentados pacientemente en los confesonarios. Y está demostrado que la cercanía de los fieles a este sacramento está relacionada directamente con la disponibilidad de los ministros sagrados para atender a quienes quieren lograr la paz con Dios, con los hermanos, consigo mismos. Actualmente, cuando se diseñan tantos planes de pastoral y se escriben voluminosos documentos a nivel eclesial, bien vale la pena recordar, sin necesidad de graves disertaciones, que el ejercicio de la confesión es un verdadero pilar de la vida de la Iglesia y que sin ella la soberbia puede inundar los corazones de todos.

La Cuaresma debe ser un feliz encuentro entre seres humanos alegres y humildes con un Dios clemente y misericordioso. Negar que la humanidad vive herida es ceguera. Pero no ofrecer el bálsamo de la misericordia sería injusticia. Bien vale la pena acentuar en estos días la invitación para que todo cristiano se acerque con especial preparación a confesar sus pecados –y todos los tenemos-. Igualmente, cabe invitar a todos los confesores a estar todavía más presentes en sus lugares de reconciliación para dispensar a manos llenas lo que Dios ha entregado como tesoro inigualable a la Iglesia: el servicio de la reconciliación. Se trata solo de una cosa: dejarse reconciliar por Dios.

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