Eutanasia no, vida sí
La visión cristiana inspirada en los evangelios de Jesucristo y enseñada por la Iglesia, ve en el enfermo un ser a quien Dios mira con especial misericordia y…
Reaparece en el panorama político y ético nacional el tema de la eutanasia. Entendida en este caso como la posibilidad de realizar acciones que provoquen la muerte no natural de una persona y en concreto de niños. Desde luego que la Iglesia a través de los obispos, sus voceros autorizados, ha manifestado rápida y claramente que está en total desacuerdo con esta propuesta. La Iglesia sigue siendo absolutamente coherente y perseverante en su discurso respecto a la vida: es de Dios y solo Él y nadie más puede disponer de ella, desde su comienzo hasta su fin natural. Es tomar un riesgo gigantesco el delegar en unas pocas personas la decisión de quién vive y quién no. En cualquier comunidad humana la mejor garantía de que la vida será respetada en todo momento es tener clara la relación entre esta y su Creador. Cualquier relativización de este principio conduce a la muerte de personas inocentes.
En los argumentos que se esgrimen para buscar la posibilidad de una eutanasia amparada por la ley hay un revuelto de motivaciones. Se alude a los sufrimientos a los que pueda verse sometida una persona ante una enfermedad muy grave e incurable. Se dice que cuando la vida está muy deteriorada pierde su dignidad. Se razona afirmando que cada uno es dueño de su vida y puede determinar libremente cuándo y en qué condiciones puede terminar. Y en el caso de los menores de edad esto podrá delegarse en sus padres o tutores. Y hay más ideas y argumentos. Aunque en apariencia son propuestos pensando en el bien de las personas que sufren, en realidad también esconden una profunda incapacidad de afrontar la vida aún en sus situaciones más difíciles, pero que no quitan un ápice de su grandeza y dignidad.
La ciencia ha logrado unos avances impresionantes en las últimas décadas para proteger y mejorar la vida humana y ha encontrado también muchos recursos para paliar lo incurable y, sobre todo, para manejar el dolor. Esto es importante reconocerlo y recalcarlo. Y tanto el sufrimiento como el dolor deben seguir siendo una gran motivación para que la humanidad avance, no para caer derrotada ante tamaños enemigos, sino en la búsqueda de más medios para hacer soportable la debilidad que conlleva la condición física y mental del ser humano. No es admisible decir que en ciertos grados de deterioro la vida humana ya no tiene sentido y que lo mejor es que termine. Si esto sucede naturalmente pues así se recibe. Pero si la muerte es provocada no deja de ser exactamente un atentado contra la vida, así sea que se usen otros términos y palabras para referirse a la eutanasia.
Y cabe una palabra sobre la persona enferma. Para ella no debe ser nada alentador pensar que hay quienes estén maquinando una terminación anticipada de su vida. Esto se constituye en una ideología de selección no natural en la que los débiles llegarán a ser suprimidos. La visión cristiana inspirada en los evangelios de Jesucristo y enseñada por la Iglesia, ve en el enfermo un ser a quien Dios mira con especial misericordia y predilección. Y alrededor del enfermo se suscitan con frecuencia muchos actos de solidaridad, compasión, reconciliación, oración, que indican con suficiente evidencia que su vida quizás muchas veces gana en valor en la limitación y que suprimirla no puede ser sino un acto de egoísmo y comodidad que son inaceptables.
Los cristianos no tenemos ninguna duda sobre el valor absoluto de la vida desde su concepción hasta su fin natural. Como también tenemos claro que los tiempos actuales nos obligan a ser más firmes en nuestras posiciones e incluso a entrar en la objeción de conciencia cuando el Estado quiera forzarnos a aceptar lo que nuestra conciencia rechaza categóricamente. Los obispos afirman sabiamente en un comunicado reciente: “Si queremos la paz, debemos defender la vida”. Y si el estado no defiende la vida, ¿para qué Estado?
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