En el funeral y en la inauguración
En el funeral del papa Francisco y en la inauguración del ministerio petrino del papa León XIV, se han dado cita prácticamente todos los dirigentes del mundo. Presidentes, reyes, ministros, generales, y muchísimos hombres y mujeres que tienen en sus manos el gobierno de las naciones, lo mismo que instituciones internacionales de todo orden. Muchas de estas personas son cristianas, otras tanto no lo son. Pero todas estaban ahí en la Plaza de San Pedro, bien despidiendo al papa Francisco, bien acompañando al papa León al iniciar su pontificado. Y como una cauda inmensa, gentes de todo el mundo abarrotaron la plaza vaticana y la vía que lleva hasta el Tíber.
Siendo como es la época actual, la cultura predominante, la política mundial, no deja de plantear interrogantes muy interesantes el hecho de esta presencia masiva de líderes mundiales en Roma.
Bien es sabido que el papa es también jefe de Estado, además de sumo pontífice de la Iglesia. Pero tal vez no sea suficiente decir que los gobernantes estuvieron allí por simple compromiso diplomático. Ni siquiera por profesar la misma fe. Tal vez hay algo implícito y más de fondo. Acaso no sea descabellado pensar que estas reuniones dejan ver, de una manera espontánea, un reconocimiento a la necesidad que tiene la humanidad de lugares y personas que hagan y digan lo que se dice y hace en el centro de la Iglesia.
Por una parte, este lugar, el Vaticano, su plaza, su basílica y su pequeña ciudad, no ostentan ningún poder militar o de fuerza física. Tampoco es la sede de corporaciones ni de bancos gigantescos y mucho menos de grandes industrias. Es como un pequeño espacio que la humanidad ha sabido reservar para una persona, el papa, y sus colaboradores, que se ocupan de las cosas de Dios y de hacer presente el Evangelio de Jesucristo al mundo entero. Y ese espacio y esa persona generan respeto, reverencia, atenta escucha, cordialidad. Allá nadie llega a hacer alardes de poder y nadie los recibe con ostentación. Es un lugar de encuentro, de escucha, de “diálogos improbables”, y, lo decía recientemente un obispo norteamericano, de muy pocas comodidades, a pesar de las apariencias. En otras palabras, la Santa Sede es un bello lugar para que todo el que esté pensando realmente en el bien de la humanidad pueda encontrar a quien comunicarlo y con quien fortalecer ese propósito.
Por otra parte, ese encuentro de mandatarios de todo el mundo en el Vaticano con ocasión de la muerte de un papa y la entronización de otro, tiene un interesante sabor de confesión de fe trascendental universal. De alguna manera, es una reunión verdaderamente ecuménica, es decir, del universo mundo, en torno a una figura que es decididamente religiosa.
Reunirse en torno al papa de esta manera tan notable no deja de significar que la inmensa mayoría de los gobernantes y los pueblos que ellos representan albergan sentimientos religiosos y de fe. Si no fuera así, es más, si negaran esto claramente, pues no harían presencia en Roma. Pero estuvieron allí con seriedad y sentimientos de consternación y de fraternidad espiritual.
Todo esto deja en el núcleo de la Iglesia un reto de proporciones inmensas. La humanidad entera sigue viendo en ella, en sus pastores, personas capaces de hacer mucho por todos los hombres y mujeres que habitan el planeta tierra. Más aún, esperan que su misión se lleve a cabo con toda la fuerza y pasión necesarias, con convicción inamovible, con perseverancia que no descanse.
Por fortuna no hay en la Iglesia hoy quien mire estos acontecimientos con triunfalismos anacrónicos. Al contrario, se miran como interrogante acerca de qué es lo que este pueblo santo debe aportar a la humanidad en las actuales circunstancias.
Podríamos sintetizar diciendo que líderes de todo el mundo hicieron presencia en Roma para beber en las fuentes de la fe, de la gracia, de la Palabra de Dios, de la unión de los pueblos. Nos auguramos una iglesia romana renovada en su misión, para que no se defraude la esperanza de millones de personas a lo largo y ancho del mundo.
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