Atención pastoral a los venezolanos
Para los colombianos la presencia de esta grande comunidad venezolana también puede representar una oportunidad de aprender muchas cosas. Puede ser la ocasión de…
Si algo ha caracterizado a la nación colombiana es la poca afluencia de personas de otros países en forma permanente. Quizás los libaneses que se asentaron a comienzos del siglo pasado en la región Caribe sea una notable excepción. Pero no es Colombia un país de inmigrantes. O no lo era hasta hace poco, cuando miles de ciudadanos de Venezuela comenzaron a llegar huyendo de la difícil situación política, social y económica que se vive en su propia patria. Ya prácticamente no hay municipio colombiano en el cual no se encuentre algún hombre o alguna mujer procedente de la vecina Venezuela. A la vez que su presencia es novedosa para los colombianos, tan poco acostumbrados a la estadía de personas de otra nacionalidad entre nosotros, es también un reto desde todo punto de vista, bien sea político, económico, educativo, y no menos desde el orden de la atención pastoral que requiere esta comunidad ahora viviendo entre nosotros.
Para quienes han tenido que dejar su tierra, sus familias y amigos, sus bienes y quizás sus ilusiones a la fuerza, la situación no es nada fácil. Es un golpe muy fuerte en todo sentido y es también una herida que no cura fácilmente. Como se leía en el Evangelio del tercer domingo de Pascua, Emaús, se hace necesario salir al encuentro de estos hermanos venezolanos para acompañarlos en este nuevo periplo de sus vidas. Desde la Iglesia tenemos que preguntarnos cuál sea la mejor forma de hacer este acompañamiento para que la comunidad venezolana ahora presente en Colombia encuentre en su Iglesia un punto confiable de apoyo, de cercanía e incluso de auxilio en sus necesidades más básicas, cuando ello sea necesario. En la Iglesia se ha dicho siempre que en ella no hay extranjeros y así lo sentimos respecto a los miembros de “bravo pueblo” que ahora están más cerca de nuestras vidas cuotidianas. Son hermanos nuestros que requieren de todos nosotros de muchas maneras.
Quizás entre las acciones que la Iglesia pueda adelantar a nivel pastoral, una primera podría ser la de facilitarles el encuentro a estas personas llegadas desde Venezuela. En efecto, el destierro suele romper vínculos, alejar personas, sumir en la soledad familiar o sociológica a muchos individuos. ¿Acaso se podrían erigir unas parroquias en diversos lugares del país en las cuales el énfasis se ponga en la atención de esta comunidad? También podría pensarse en la posibilidad de tratar de identificar en estos amigos sus principales prácticas religiosas, así como sus devociones más queridas, y abrir campo para que puedan seguir con la espiritualidad que ellas conllevan y que los identifican de manera importante. Y, como es natural y no puede faltar en ninguna acción pastoral, cabe también la posibilidad de crear alguna instancia de la pastoral social que genere una atención pronta y solidaria con quienes puedan estar pasando situaciones de estrechez económica debido a su desplazamiento forzado. Como quiera que sea, cada obispado en Colombia debería reflexionar en la manera de aproximarse con la caridad de Cristo a quienes la suerte ha lanzado de su propia tierra.
Para los colombianos la presencia de esta grande comunidad venezolana también puede representar una oportunidad de aprender muchas cosas. Puede ser la ocasión de confrontar nuestra visión de la vida con la de esa nación que, por lo demás, ha sido un poco más global que la nuestra. Las oleadas migratorias suelen llevar a nuevas tierras gentes con inmensos deseos de progresar y van con sus ideas y propuestas que, casi siempre, redundan en beneficio de las sociedades que les abren las puertas con generosidad. A la larga, el ideal es que los hermanos venezolanos se puedan ir integrando a la sociedad colombiana plenamente, incluso en el aspecto religioso, y de este modo darle un nuevo aire a sus vidas y a sus esperanzas. Para la nación colombiana, y dentro de ella la Iglesia, se da en esta situación una magnífica oportunidad de demostrar que ante todo somos seres humanos, que las fronteras son una creación artificial y que desde el ejemplo de Cristo y desde la paternidad de Dios, todo el que llegue a nuestra casa debe ser bienvenido, acogido con cariño y apoyado en su nueva vida.
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