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Reflexiones internacionalistas sobre “Fratelli tutti”

30 de octubre de 2020
Imagen:
NotiBoom
Cualquier encíclica papal tiene mucho que decir a la comunidad internacional.

Aceprensa - Jeffrey Bruno

. Fratelli tutti no es una excepción, pero antes de hablar a la sociedad o a la política, el papa Francisco habla a las personas, y nos previene de otro virus que afecta a todas las sociedades a lo largo del mundo: el individualismo.

Vivimos tiempos de incertidumbre y de repliegue individual, más acentuado en época de pandemia, pese a las consignas, interesadas o no, de que de esta crisis saldríamos mejores. No son tiempos de paz sino de miedos y de tensiones, aunque en las declaraciones políticas a nivel internacional, se siga haciendo referencia a la paz y la estabilidad. Sin embargo, el mundo en que vivimos es mucho más impredecible, y por tanto más inseguro, que el de la guerra fría, e incluso de la posguerra fría.

Lo cierto es que el mundo actual, en palabras del papa Francisco, impera la pretensión de “garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y desconfianza” (Fratelli tutti, n. 26). No es difícil ver en estas palabras de Francisco una referencia al fenómeno de las migraciones. Los inmigrantes son los nuevos “bárbaros”, y para defenderse de ellos, hay que elevar muros.

La referencia al desierto (n. 27) me hace recordar una de las mejores novelas italianas del siglo XX, El desierto de los tártaros de Dino Buzzati. Es muy posible que el Papa, un gran amante de la literatura, la haya tenido en cuenta. Narra la historia de una guarnición militar, situada en los límites de un desierto, que se atrinchera en los muros de una fortaleza en constante vigilia en prevención de un ataque de los bárbaros. Estos no aparecerán nunca, pero la guarnición queda reducida al papel de “un esclavo dentro de los muros que se ha construido, y sin horizontes” (n. 27). Añade Francisco a continuación (n. 28) que los miedos y la inseguridad han favorecido la aparición de mafias. Tiene toda la razón, y esto se ha acentuado en las tres últimas décadas, desde el final de la guerra fría, pues el crimen organizado ha extendido sus tentáculos alrededor del mundo, particularmente en los países que tuvieron regímenes comunistas y ha trascendido esas fronteras.

En tiempos de inseguridad son más necesarias que nunca las organizaciones internacionales. El Papa hace una defensa de las Naciones Unidas (n. 173), en un momento en que los nacionalismos y populismos de toda índole arremeten contra esas organizaciones con el pretexto de que su existencia supone un recorte de su soberanía. Olvidan que la comunidad internacional, que para algunos es un concepto que solo es una cáscara vacía, es una comunidad jurídica, fundada en la soberanía de cada uno de los Estados miembros, sin vínculos de subordinación que nieguen o limiten su independencia (n. 152). Pero los soberanistas al uso son celosos defensores de su soberanía nacional hasta el punto de que la convierten en el fundamento del Derecho Internacional, aunque evidentemente esto era una total realidad en la época del Derecho Internacional clásico, el anterior a 1945. Esos soberanistas suelen pasar de largo ante el principio del respeto de los derechos humanos y libertades fundamentales, piedra angular del Derecho Internacional contemporáneo.

Recuerda el Papa el ideal de la fraternidad universal, que da título a la encíclica, pero el requisito indispensable para alcanzarla es la justicia. Sigue estando vigente la afirmación de Isaías de que “la paz es obra de la justicia” (Is 32, 17). Las Naciones Unidas no son ciertamente un dechado de perfección, pero como bien dice Francisco, “es necesario evitar que esta organización sea deslegitimizada, porque sus problemas o deficiencias pueden ser abordados y resueltos conjuntamente” (n. 173). Cabe además señalar que al Pontífice no se le escapa la pretensión de algunos Estados de edificar el orden internacional sobre relaciones bilaterales, en vez de sobre relaciones multilaterales: “Deben ser favorecidos los acuerdos multilaterales entre los Estados porque garantizan mejor que los acuerdos bilaterales el cuidado de un bien común realmente universal y la protección de los Estados más débiles” (n. 174). Eso es poner el dedo en la llaga, pues en muchas ocasiones, la bilateralidad no supone la afirmación de dos soberanías que buscan huir de trabas burocráticas. No pocas veces es el imperio del más fuerte sobre el débil, y el fuerte desea negociar sin obstáculos para imponer su voluntad y obtener ventajas que en una relación multilateral no alcanzaría fácilmente.

Pero detrás de toda política, nacional o internacional, siempre está la ética. No se puede prescindir de ella, aunque la política de marketing, que reduce la política a un mercadeo de votos, puede haberla puesto entre paréntesis. En este sentido, dice Francisco que “hay una asimilación de la ética y de la política a la física. No existe el bien y el mal, sino solamente un cálculo de ventajas y desventajas” (n. 210). La política se desliza de este modo hacia un relativismo que niega la existencia de valores permanentes. No es difícil concluir que el viejo principio de pacta sunt servanda, los pactos son para cumplirlos, puede convertirse en letra muerta. En consecuencia, un líder político solo se moverá en una lógica, la de la fuerza, que siempre es la gran tentación a la que está sometido el poder.

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