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La esperanza no defrauda: una lectura cristiana del dolor urbano

8 de mayo de 2025
Imagen:
Comunidad de laicos ‘Sembrando para Dios’, de la parroquia Nuestra Señora de los Dolores brinda alimento caliente, un gesto de cercanía y una palabra de esperanza a personas en situación de calle.

Durante la segunda mitad del siglo XX, la ciudad de Bogotá experimentó profundos cambios demográficos que expandieron sus límites y transformaron su estructura urbana y funcional. Estos procesos, característicos del urbanismo moderno de mediados de este siglo, generaron una marcada división geográfica entre zonas productivas y residenciales. Como resultado, la ciudad se fragmentó en barrios periféricos de vocación habitacional -los llamados “barrios dormitorio”- y sectores centrales con dinámicas económicas contrastantes: algunos altamente productivos y otros marginados, afectados por problemáticas sociales complejas.

El barrio San Bernardo, ubicado en el centro de Bogotá, es un claro ejemplo de esta fragmentación. En los últimos cuarenta años, ha transitado de ser una zona privilegiada, por su cercanía a la actividad económica del centro, a convertirse en un territorio socialmente excluido, afectado por el crimen, el deterioro físico y una precaria calidad de vida urbana. Este barrio, de tradición residencial, ha sufrido transformaciones profundas tanto en el uso del suelo como en su tejido social, conforme se ha alterado la dinámica del centro histórico de la ciudad.

Actualmente, San Bernardo puede dividirse en dos sectores: hacia el costado nororiental se presenta un alto nivel de deterioro: predios subdivididos como inquilinatos, presencia recurrente de población en situación de calle, prostitución, microtráfico y delincuencia. Mientras, hacia el centro y el sur del barrio se conservan rasgos residenciales con actividad comercial e industrial.

El incremento acelerado de personas en condición de calle que circulan en la zona ha intensificado los conflictos sociales y ha transformado la cotidianidad del barrio. La presencia de consumidores y expendedores de sustancias psicoactivas ha exacerbado problemáticas como la deserción escolar, el robo común y la consolidación de grupos delincuenciales. Esta situación ha generado una ruptura profunda del tejido social y un deterioro progresivo de la convivencia.

Las relaciones entre los habitantes tradicionales del barrio se han tornado conflictivas. Muchos sienten el peso del deterioro de su entorno, desdibujándose el sentido de comunidad: ya no se reconoce al otro como un igual, como parte "del nosotros", sino como amenaza. La fragmentación social ha fracturado los vínculos comunitarios de solidaridad, y algunos residentes han llegado incluso a convertirse en antagonistas.

El deterioro físico -basura, desechos orgánicos, abandono de calles, viviendas en ruinas- ha generado en muchos habitantes una pérdida profunda de esperanza. Las iniciativas comunitarias se han reducido drásticamente. Predominan el cansancio, la resignación y el estigma, especialmente frente al apodo “Sanber”, asociado a violencia y marginalidad.

¿Qué papel juega la esperanza cristiana en este contexto?

Frente a esta realidad compleja, surge una pregunta esencial: ¿Cómo responder desde la fe? La esperanza cristiana, según enseña la tradición bíblica, no es una evasión del presente, sino una fuerza transformadora. En las Escrituras, esperanza y fe son términos íntimamente ligados (Heb 10, 23; 1Pe 3,15). La fe cristiana ofrece un futuro a quienes creen y, por ello, transforma radicalmente el presente. A diferencia de quienes “no tienen esperanza” (Ef 2,12), el creyente vive desde la certeza de que el amor de Dios sostiene y acompaña incluso en medio de la oscuridad.

La esperanza cristiana es esencialmente comunitaria, no individualista ni aislada. Uno de los desafíos de nuestro tiempo es la reducción de la esperanza a una salvación privada, desconectada del sufrimiento colectivo. Prueba de ello es la desconexión de muchas expresiones religiosas con los dolores, injusticias y pecados sociales que atraviesan nuestra ciudad-región. En Bogotá, muchas veces ser un “buen creyente” se reduce a llevar una vida piadosa y cumplir con prácticas religiosas, sin compromiso con el clamor de los hermanos y hermanas que sufren.

Parece resonar hoy en nuestras iglesias la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14): “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres…”. Esta es la gran tentación: creer que la fe es solo personal, que no se nos pedirá cuenta del dolor ajeno, que podemos salvarnos sin los otros. Vivimos atemorizados y, a la vez, indiferentes ante el rostro sufriente de Cristo, presente en los descartados de nuestros barrios.

La esperanza cristiana no elimina el sufrimiento, pero le da sentido. No lo niega, sino que lo asume como espacio de transformación personal y de solidaridad activa. El sufrimiento, vivido desde el amor y la fe, puede convertirse en un espacio de redención y fuente de consuelo para otros. Por eso, la comunidad cristiana no está llamada a huir del dolor del barrio, sino a habitarlo con compasión, ternura y firmeza.

Finalmente, la esperanza cristiana construye comunidad. Está orientada a edificar una nueva humanidad reconciliada: la ciudad de Dios, que se opone a la fragmentación del pecado. Ni la política ni la ciencia pueden redimir por sí solas al ser humano. Solo el amor -y particularmente el amor divino manifestado en Cristo-, puede ofrecer un sentido último. 

La esperanza cristiana no se limita a una promesa futura, actúa en el presente como fuerza transformadora, nos compromete con el mundo, y nos impulsa a reconstruir el tejido roto desde la certeza de que la luz vence a las tinieblas y de que el dolor, transformado por el amor, puede abrir caminos de redención y renovación comunitaria.

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*Por: Padre Juan Felipe Quevedo, párroco en Nuestra Señora de los Dolores (centro de Bogotá).

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