¿Qué ver en Netflix?
Esta pregunta se realiza miles de veces al día en Google y puede arrojar medio millón de respuestas, solo en español, en menos de un segundo. Y es que parece tentador que nos sugieran alguna serie o película, en vez de vernos confrontados con miles de opciones, de listas y de malas elecciones. Así que, si alguien la vio primero y la recomienda, nos ahorra tiempo, el mismo que tenemos para descansar.
Ver televisión parece ser un plan que se impone con fuerza; según algunas estadísticas -Netflix no revela las suyas- en promedio los colombianos le dedican tres horas diarias a la pantalla. Ahora, qué ver termina siendo una pregunta importante, más allá de lo efectivo de las listas de sugerencias.
Una actividad a la que se le ofrenda un tiempo tan considerable, no puede ser ignorada. No indaguemos sobre el presumible deterioro de otras entretenciones que llenaban los espacios vacíos, los descansos y noches antes de la cama. El entretenimiento audiovisual es hoy una carrera: Disney Plus, Amazon Prime, Netflix, Star+, entre otras plataformas, se debaten el control de la pantalla doméstica, y cuentan miles de millones en sus inversiones y ganancias.
Donde hay elección parece no haber coerción. Es cierto: las suscripciones a cualquiera de estos medios proponen una cantidad ingente de contenido, para cada gusto, para cada generación. De hecho, es difícil renunciar a la tentación de ver algo que agrade en el momento que más se adecúa. Nada malo hay en eso, y no se trata de someternos al miedo, dar la alarma y apagar los televisores. No obstante, es necesario percatarnos de algo: todo cuanto sugiere es formativo. Lo escuchaba de niño: uno termina pensando como canta.
Como dije más arriba, queda apenas propuesta una situación crítica, y es el uso del tiempo vacío, de los tiempos de ocio. Solo una palabra al vuelo sobre este punto: el agotamiento, fruto de un trabajo cada vez más absorbente y exigente, puede arrojar a la poltrona y dejar solo la energía suficiente para tomar el control y terminar la última temporada de La Casa de Papel. Pero, quizá sea necesario recordar, o más bien refrescar, la posibilidad de que el tiempo de ocio sea también tiempo productivo. Es decir, hay un riesgo evidente: podemos pasar de ser trabajadores a consumidores, dar saltos del trabajo a la pantalla, cesar de ser operarios y pasar a ser espectadores. ¿Y qué hay de lo que nosotros mismos podemos crear? Los hobbies, que redundan en beneficio y obra, pueden secarse en consumo inerte.
Ahora, no sugeriremos nada. Cada quien afila sus gustos, y a cada uno se le entrega el control y se somete a su propia elección. Pero, como decía San Pablo: todo me es lícito, más no todo me conviene. Sí, no se trata de satanizar ciertos contenidos, sino de que comprendamos que no todo conviene a la fe del cristiano. Tampoco -menos todavía- nuestro esfuerzo se encamina ahora a dar la fórmula para crear, en una especie artificial de laboratorio moralista, un cristiano ideal y perfectamente incontaminado. Quizá tal cristiano no exista. Mejor el criterio, mejor el discernimiento, mejor la conciencia, examinándolo todo y quedarnos con lo bueno.
Detrás de cada producción hay una idea, y todos los recursos empleados buscan que dicha idea sea cada vez más sugerente. Cada serie, cada película contiene, por así decirlo, su credo, su sustrato, su verdad y su mentira. Ver y escuchar ha terminado siendo un experimento rentable y efectivo. La industria audiovisual corre el riesgo, como todos los medios de producción, de terminar siendo la esclava de los medios de consumo. Homogenizar gustos, sugerir necesidades es uno de los milagros más corrosivos a los que nos vemos enfrentados en medio del siglo de las libertades.
Ser cristiano en el mundo nunca fue fácil. Ni ahora ni nunca. Fue fácil bautizarse, eso sí. Pero nadar en contra de aquello que entorpece la adhesión a Cristo siempre ha exigido lágrimas, y muchas veces, sangre. Ni siquiera en esa edad que insisten en llamar Media, ser cristiano fue sencillo, y para eso están los nombres de los santos que nos recuerdan que no todos lo fueron. Ser cristiano, finalmente, en tiempos de la pantalla, es un desafío. Entonces, se trata ahora de aprender a ver televisión, si no, corremos el riesgo de atrofiar el espíritu, de terminar lejos de la fe.
Cómo educar para ver es una cuestión inaplazable: conservar la fe, enfrentarse a todo cuanto le sea nocivo, es una nueva cruzada. La historia de la Iglesia estaba llena de defensores y de enemigos, de herejías y de Padres. Hay que tener cuidado de someternos ahora a una dialéctica neurótica, a un pelagianismo dañino que nos termine acomplejando, o peor aún, haciéndonos creer salvados y puros en medio de un mundo contaminado y consagrado al anatema. Pero también es verdad que la Iglesia, digo, es un guardián en la atalaya, un pastor que espanta al enemigo, y si enmudece, si no educa, si no enseña, termina con un rebaño reducido y enfermo.
Qué hay detrás de películas como Matrix, Soul, Free Guy, qué pretensión late detrás de Vikingos, de Los Borgia, etc. es, -pareciera que no- una pregunta válida y urgente. Antiguas herejías, estrenando traje, se presentan y desfilan por la alfombra roja. Herejías entendidas como esas ideas nocivas a la fe de la comunidad, que desvirtuaban la verdad del Misterio de Cristo, de su Iglesia. Una nueva presentación, una estrategia exitosa como la verdura que se rechaza en la sopa y se come en la pizza.
Si la fe está viva quiere decir que es delicada, como todo cuanto vive. De hecho, la fe es un combate, como lo dice Pablo, y él mismo se maravilla de haberla conservado hasta el final de sus días. La fe se recibe, crece y da frutos. Pero también puede enfermarse, puede asfixiarse y morir. Aún más, la fe, agotándose, puede terminar pareciéndose a ella misma, pero lejos de la alegría y de su Señor. Así, la fe es tierra, una heredad que puede abandonarse, una herencia susceptible de ser dilapidada, y fuera de ella todo es destierro y anhelo de la casa del Padre.
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