Luz de la calle…la fe de la casa
Es fácil reaccionar, es decir, hacernos una idea ante ciertas familias tradicionales católicas. De hecho, podríamos hacer un repaso imaginario por las costumbres que creemos revestían nuestras familias de antaño: familias numerosas, altares consagrados a la virgen y a su Hijo muy amado, lutos de dura disciplina, domingos consagrados, rosario de la víspera, etc.
Hoy por hoy, por más que lo pretendamos, nos resulta, no artificial, pero al menos sí difícil, recrearnos un espacio tan dispuesto. A medida que nos alejamos de ciertas costumbres, se alza un abismo cada vez más grave entre el recinto eclesial y el doméstico.
Lo paradójico de este contraste es que está lejos de ser leído como un florecimiento de la Iglesia, y se evita como quien habla del difunto: el mundo que se aleja, los vestigios de una época ya superada, la cada vez más honda fractura entre los mundos, el espacio del cura versus el mundo real.
La instalación de una aldea global y secularizada, que bajo el lema de la tolerancia logra relativizar, juntándose con una precipitada secularización de los medios, nos han dejado por fuera de la casa, ajenos, peregrinos escampándose. No cabemos con todos nuestros santos y nuestro incienso. La imagen de las iglesias durante la pandemia, recorridas por un viento fantasmal, nos parecían esquelas de la crónica anunciada que se escribía desde hace un par de siglos: la Iglesia superada.
Nacieron, lo sabemos -y gracias a Dios-, mil iniciativas para el mantenimiento de los templos. Inclusive, hablaron de lo providencial y preparatorio que significaba, impulsados por la necesidad, inaugurar nuevos caminos que nos hicieran autosuficientes. Se “canonizó” la red wifi en la nave central y entramos victoriosos, por la pantalla antes condenada, a la comodidad de los hogares, a sumar aportes y vistas. Y así, como pudimos, seguimos anunciando a Cristo y sobreviviendo para seguir haciéndolo.
Hoy, meses después de estrenada la nueva normalidad, se corre un gran peligro, y es reducir nuestros aparentes logros en la hoja de ruta. Es decir, respondernos, peligrosamente, cómo seguir siendo lo mismo. En ese caso, no se trataría tanto de aquel contenido que estamos llamados a transformar, sino en la forma de embazarlo, de dar de lo mismo por caminos novedosos. Es decir, una cuestión de modalidad.
Hay un riesgo grandísimo, y es el de haber ganado virtualidad. ¿A quién se le esconden los beneficios de alcanzar, desde lo remoto, la vida de los cristianos que nos atienden? Pero el gran error, después de un tiempo del que se pueden cosechar mil aprendizajes, es el de ignorar aquello que Dios nos ha regalado como don, como tesoro, y hacer de lo providencial lo provisional.
Me atrevo a decir que nos hemos quedado a felicitarnos por el desempeño que hemos mostrado al acomodar nuestras celebraciones en un formato para las redes sociales. Es precisamente el humo que nos distrae de lo verdaderamente valioso que trae esta marea después del naufragio: la liturgia familiar.
La iglesia doméstica, ensombrecida paulatinamente durante siglos, arrinconada al rosario nocturno y a un novenario doloroso, emerge ahora como sujeto evangelizador. Y no se trata sólo de la familia reunida en torno al televisor o al computador, para presenciar, televisar, ver la misa. Se trata de celebraciones llevadas adelante por los mismos padres, donde hacen las veces del Pater Familias transmitiendo la fe a sus hijos. No se trata de espectar; se trata de que miles de familias católicas, hoy por hoy, celebran liturgias paralelas a aquellas que se celebraban solo en el templo parroquial: a fuerza de estar aislados, la comunidad cristiana primordial, la familia encuarentenada, ha abierto la puerta para celebrar en casa, ellos mismos, lo que celebra la comunidad cristiana.
Hablamos de celebraciones del triduo pascual, laudes, vísperas, celebraciones de Palabra, etc., donde uno de los padres preside y los hijos, además de recibir la fe, participan en la alegría de ser iglesia de forma existencial, vívida. Son las familias, recluidas y orantes.
Desde las casas, apartamentos, barrios, etc., brilla como un faro la instauración de las liturgias domésticas. La vida cristiana celebrada y recibida desde los hogares.
Se vislumbra un norte para la planeación de la evangelización en los futuros años, es fruto espontáneo del Espíritu Santo, marca el querer de Dios, alivia los miedos de los “planeadores”, inyecta vida a la comunidad cristiana, prepara la Iglesia futura.
O las familias se preparan para vivir a Cristo, o nos quedamos – no solo con templos vacíos- sino con una cultura sin sal, sin recibir a Cristo allí donde tenían que entregarlo sus fieles en todos los espacios de la vida pública.
¿Qué tenemos que hacer? ¿cuál es el querer de Dios para la ciudad-región de la arquidiócesis de Bogotá? Se repite con frecuencia, como la pregunta que marca un pulso de Nuevo Ritmo. Y bien, ¿Qué dice Dios? Dios dice lo que da, Dios dice cuanto es bueno, Dios aparece, por qué no, en medio de la casa. Dios quiere habitar el transitado espacio del ámbito familiar.
Las conferencias episcopales, las diócesis más animadas, le han apostado a educar en la celebración doméstica. Se ha nutrido la vida eclesial con una cantidad creciente de suplementos litúrgicos para que las familias se reúnan en torno a la Palabra.
El magisterio, desde hace años, venía iluminando cautamente aquello que hoy resulta más verdad que nunca. Y es, tal vez, desde los hogares, que se enciende una luz desde la cual leer la Iglesia que el Señor quiere y suscita.
Los movimientos eclesiales, después del Concilio Vaticano II, con una nueva conciencia de la valía de los laicos en la vida eclesial, se venían preparando para ser un testimonio de cómo ser Iglesia en tiempos modernos: Legionarios de Cristo, Movimiento de Emaús, Camino Neocatecumenal, Focolares, y otros más, venían celebrando tímidamente aquello que constituiría la gran novedad.
Las condiciones de pandemia han favorecido, al menos, a evidenciar esta riqueza, que no puede desaparecer cuando lo haga el virus. Es más, cuando desaparezca la circunstancia habrá quedado, si se es noble al querer de Dios, lo esencial, la riqueza en la batea de la historia de Dios y los hombres.
Será quizá la providencia, empañada por tanta zozobra, marcando, señalando la ruta.
No se trata de abandonar, ex profeso, el templo y correr a la sala, como quien ignora el sacramento y se ampara en buenismo. Se trata de descongelar la frontera, que a veces nos juega malas pasadas, entre lo sacro y lo presuntamente profano.
Se trata de celebrar aquello que se entrega, porque -no es nuevo- quien trasmite la fe de una generación a otra, no es el párroco del barrio y los catequistas de la primera comunión. Es la familia quien celebra en la Iglesia lo que vive cada día, lo que se hereda por el testimonio y la alegría. Se supera por fin la religión del miedo, de la amenaza final.
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