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La sana indignación

19 de octubre de 2021
Imagen:
Pixabay

Hace algunos años, el papa Juan Pablo II pedía perdón por la esclavitud. Lo hizo en la Isla de Gorée, un puerto africano por el que transitaron miles de negros hacia América, un calvario al que los cristianos contribuyeron. Pedía perdón por el silencio, porque nada da más licencia a quienes hacen el mal que el que se cierren ojos y boca ante los espectáculos detestables. 

No indignarse ante la injusticia es un síntoma grave y nunca será un valor cristiano. Por eso, quien se asoma a eventos tan dolorosos como los índices de pobreza en Colombia, las marchas, el rechazo ante lo que el pueblo percibe como atropello, etc., sin dolerse un poco del descontento generalizado, es porque en el fondo adolece de algo que lo hace un hombre sensible; y un hombre insensible ante el dolor del prójimo es como quien pasa de largo por el camino que va de Jericó a Jerusalén.

El panorama socialmente convulso de Colombia no es un evento aislado. Ni siquiera estamos hablando de un fenómeno latinoamericano. El descontento se evidencia en un sinfín de manifestaciones, pacíficas o no, que se dan alrededor del globo. ¿Quién puede resolver la naturaleza de todas y cada una de las protestas que, como episodios sucesivos, plagan las noticias internacionales?, es el gran interrogante y desafío que involucra distintos niveles de acción, pero lo cierto es que como iglesia estamos llamados a conservar una actitud de vigilancia y de opinión. 

De hecho, una actitud sensible ante el dolor del hombre y la indignación ante la injusticia es un baluarte de la Iglesia católica, y todo cuanto ha hecho por defender a trabajadores y la condición valiosa de cada persona se encuentra compensado en lo que llamamos  la Doctrina Social de la Iglesia, un magisterio enriquecido por años, que condensa todo aquello que creemos debe defenderse para custodiar la dignidad de todo ser humano: Encíclicas, discursos, estudios y cientos de gestos más que se establecen como murallas para defender a cuantos se sientan desfavorecidos. 

Que el Señor nos previniera de que siempre tendríamos pobres entre nosotros hablaba sobre todo de que nunca nos iba a faltar ocasión de ayudar, y no de que deberíamos procurar pobres para cada generación y hacer que tal lamento, por ser palabra de Dios, se cumpliera. De modo que, si evidenciamos como cristianos, como Iglesia, que el hombre es oprimido, no suspiremos resignados ante una profecía tan nefasta. Al contrario, emprendemos cuanta tarea sea necesaria para, al menos, evidenciar cuanto agrede a los hombres. 

Quizá nos haga bien pensar en San Pedro Claver y su indignación ante el maltrato de los esclavos que llegaban al puerto de Cartagena para recordar que la altura de su santidad se la daba la defensa de los más desfavorecidos y, más insólito aún, les mostraba a esos pobres cómo es que Dios los amaba. Así mismo podemos dedicarnos a la memoria de otros muchos, que, con igual entereza, no renunciaron por miedo o acomodo, y denunciaron todo atropello contra sus hermanos: San Juan Pablo II, Santa Teresa de Calcuta, San Antonio de Padua, entre una larga y gloriosa lista. 

Ahora, no es conveniente absolutizar la figura de los pobres, de los oprimidos por razones económicas, ni mucho menos ver en el hombre un ser que solo ansía estabilidad y alimento. Es necesario reconocer una dimensión integral, que incluye su ser espiritual. Por esta razón, todo hombre está llamado al Evangelio, a tenerlo como beneficio así sea de forma indirecta. Reducir la evangelización a alimentación o abogacía es una especie de amputación, y lastimosamente, no pocas veces hemos caído en este dilema. 

De hecho, una especie de fundamentalismo social por parte de ciertos sectores de la Iglesia y su contra respuesta conservadora nos han dejado muchas veces separados en radicalismos: el asistencialismo y el quietismo social; separación entre quien se concentra solo en abastecer y el que, por miedo a una teología dañina, se aísla del mal ajeno. 

Es necesario pues, reaccionar con equilibrio y rescatar una riqueza milenaria, que ha visto en la defensa de los pobres una tarea eclesial inexorable, máxime en las condiciones actuales, que pretende reducir al ser humano a sus capacidades productivas, es decir, visto solo como trabajador. 

El panorama industrial requiere de nuestro discernimiento, porque sus vicios pueden llegar a camuflarse, no sea que terminemos pensando que todo, siempre y cuando sea legal, conviene. ¿No nos tendríamos que alarmar ante varios síntomas, que a duras penas se perciben y difícilmente son catalogados como injusticias? ¿Acaso no es peligroso que terminemos creyendo que somos trabajadores? Corremos miles de peligros y podemos caer en mil sofismas nefastos. 

La  Iglesia Universal se prepara para responder a una especie de llamado a la dignidad de los hombres, a los que quizá les sobra trabajo, a los que incluso quizá les sobra dinero, pero que corren el riesgo de ser parte de una esclavitud asalariada: explotación laboral bien remunerada; especialización de la media básica en trabajos técnicos para el fortalecimiento del brazo industrial; jóvenes que prácticamente regalan su trabajo a las empresas para poder adquirir experiencia laboral; abandono del campo por parte de los campesinos buscando estabilidad; todo una espiral nociva que tarde o temprano degrada los sueños de una sociedad. 

Hace algún tiempo, el papa Benedicto XVI le decía a los jóvenes: “Hoy es más necesario y urgente que nunca proclamar 'el Evangelio del trabajo', vivir como cristianos en el mundo del trabajo y ser apóstoles entre los trabajadores” (mensaje a los participantes en el 9º Foro Internacional de los Jóvenes sobre el tema "Testigos de Cristo en el mundo del trabajo". Aciprensa, 30 marzo de 2007). Esta frase nos inscribe en una tarea desafiante: no porque abunde el trabajo retrocede la esclavitud; no porque reine el “progreso” triunfa el hombre; no porque se solidifican formas de explotación de recursos gana la vida. Ser cristianos, pues, comporta también, en algunos casos, la justa indignación. 

Celebremos cuanto es bueno en nuestra sociedad, unámonos a las alegrías del hombre, trabajemos juntos por conseguir cuanto anhelamos y cuanto conviene, pero también garanticemos, porque la recibimos del Señor, esa sensibilidad capaz de dolerse del mal, sobre todo, del que se disfraza de bien y cunde por todas las estructuras. Aun hoy, hay mucho por lo que dolerse, aunque, al menos aparentemente, algunos tengan poco por lo que preocuparse.  

Fuente:
Pbro. Jesús Arroyave Restrepo, párroco en Santa María Micaela y San Mario; capellán Liceo San José.
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