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Días perfectos’

5 de julio de 2024
Imagen:
static.filmin.es

Se estrenó hace un tiempo la última película del director alemán Wim Wenders, una obra que en poco tiempo ha ganado notable fama: Perfect days. ¿Qué la hace especial? No sé si los especialistas en cine sepan la respuesta. De momento yo, especialista en nada, les propongo una reflexión desenfadada acerca del arte y su miedo contemporáneo a la trascendencia.

Perfect days (Días perfectos), trata de un hombre que hace lo que debe hacer. Esto es Hirayama: un operario, más precisamente un limpiador de baños públicos en la cuidad de Tokio. Toda la narrativa del film está plagada de gestos mínimos, aparentemente rodeados de una áurea de belleza. Hay escenas cargadas de sol, mucho verde en el corazón de las polis. Es también una obra llena de mutismos, escasos personajes -ninguno con profundidad- y atestada de sonrisas.

La estructura de la obra parece, no lo biográfico, sino más bien la estructura interna de los días. Se trata de un hombre corriente que, conforme a lo que manda la austeridad, se conforma con su rutina: levantarse, regar plantas, limpiar, alimentarse, afeitarse. Así el hombre, mas que un personaje, es un espectador de lo que le acontece, y enamorado de las pequeñas cosas, se conforma con ser una cosa pequeña.

Es una oda a lo minúsculo, con visos de nostalgia, porque se propone como retorno. El director parece proponernos la belleza detrás del lente de un microscopio, y eso es, la vida del hombre feliz. Esta es la historia que reivindica al ciudadano corriente, a la persona sumergida en la polis, en ese mar de anonimato. Pero eso sí, no está de cualquier forma, se está dulcemente, sonriente, cumplidor, disciplinado, solitario, descreído. En una palabra: “bueno”.

Quiero decir que no toda la película es tan despreocupada: es el caso insigne de un ciudadano insigne, y, por lo tanto, alberga pretensiones moralistas. En todo caso se trata de una moralidad muy respaldada por lo estético, muy inmersa en la tradición taoísta, en el corazón de la city. Aunque también es cierto que para los occidentales es fácil leerla a partir de la religión en boga -reciclada- del estoicismo: un tren que cada vez lleva más pasajeros.

Y así puede terminar el arte, cuando no se derrumba decadente en un montón de maíz. Quiero decir, tiende a enamorarse de lo pequeño, de lo intrascendente, del minimalismo, por ser el alma de una religión sin dios que le apuesta a la cohesión social ponderando lo “bello” del cumplimiento. A propósito, Moeller decía: “Convertido en la victima de temores elementales, angustiado por su destino personal, el hombre actual busca no la verdad, sino los valores. Estos valores se dirigen… hacia una salvación inmediata”.

 De cierta forma, esta película me recuerda un poco a la novela “El llano” de Falco. Voluntariamente intrascendente, con una pretensión preciosista, pero infértil, con algo de nostalgia, pero encerrada en la banalidad de la vida. Toda su narración parece encerrada en un universo de lo nimio, de lo anodino. Lleno de bellezas, quizá, pero desesperanzado, de una conciencia de lo ridiculamente pequeño de nuestras propias existencias.

Queda por ver si este hombre cívico y feliz, resignado y desapegado, este hombre ejemplar es el prototipo de una nueva generación de hombres concientes, o el último de los supervivientes de un mundo que se agota y de desploma. 

En todo caso es una propuesta respetable, es más, encomiable, de un director que siempre aparece propositivo. Recomiendo pues verla, analizarla, comentarla, recordando siempre que el arte, el verdadero, nunca es inofensivo.

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*Por: Pbro. Jesús Arroyave Restrepo, párroco en San Mario - capellán del colegio Adveniat.

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