Carta de la prisión y de los campos
Estoy convencido de que para algunos hombres el martirio ha pasado a ser o pura poesía o pura traición poética. El declararse por algo de forma férrea llegó a ser, en plena generación de la tolerancia, una pieza de colección.
Veamos un ejemplo: Algunos vieron, hace ya unos años, la película del director estadounidense Martin Scorsese, Silencio. Un film de fotografía impecable basado en la novela del japonés Shūsaku Endō, que cuenta la historia de la persecución a los cristianos en el territorio nipón. Pero en lo que me detengo es que las conclusiones que sugiere son del todo cuestionables: morir por Cristo es una necedad, un sufrimiento que se puede ahorrar el creyente mientras se mantenga, interiormente, inconmovible, y por ahí derecho, ético.
Y es que es esa precisamente la cuestión, cuando Cristo pasa a ser un referente ético, una idea, entonces lo demás es necedad. Cuando Cristo ya no es una persona, se diluye por entre las vetas de cuanto parece justo y razonable. Y es por eso, al menos eso creo, que el martirio parece doblemente violento: contra el que lo sufre, y contra una sociedad que ve resentirse el sentido común. Y resulta que no; resulta que las vanguardias tolerantes, este “nuevo orden” cuyo himno canta a todo pulmón ‘Imagine’ de John Lennon, es una máquina para producir marginados; y en materia de fe, de cosechar mártires de toda confesión.
Piénsese en los mártires libios (coptos) que dieron su vida en el 2015, con una valentía que pasma y que, transmitida en vivo y en directo, terminó siendo una caricatura más de lo que “unos fanáticos” son capaces hacer y “otros fanáticos” son capaces de defender.
Y es que parece que hoy no hay verdad que merezca la sangre, cuando puede que la sangre esté registrando la ruta de la verdad, que es tan perseguida ayer como hoy, solo que ahora no se le declara la guerra, sino que se le envenena en los banquetes.
Todo esto para proponer una lectura: Cartas de la Prisión y de los Campos, escrita por el intelectual ruso Pavel Florenski. Estas cartas, según la perspectiva con que se aborden, es el retrato de una de las mil almas que se llevó el comunismo ruso entre torturas y trabajos forzados; una de las mil almas que no supo asumir el soviet liberador. Para mí, por lo menos, es el retrato de un hombre integral (físico, botánico, eléctrico, historiador, poeta, filósofo, sacerdote, padre de familia, etc.) que se mantuvo unido a la verdad que nunca pasa.
Las Cartas que enviaba Florenski desde los campos de concentración no son una colección de literatura cándida: están llenas de una lucha manifiesta contra la tristeza, contra la desesperanza que lo embriaga y lo sacude, contra el olvido que lo margina. Estas cartas no llevan el optimismo en las letras, lo llevan en la savia que las nutre, en la certeza que tiene de que “nada se pierde completamente, nada se desvanece, todo se custodia en algún tiempo y algún lugar. Lo que es imagen del bien y tiene valor, permanece, aunque nosotros dejemos de percibirlo”.
Florenski acusado, separado de su familia, condenado a horarios laborales inhumanos, sometido al hambre y al frio, es una lamparita en medio de los vientos del norte ruso, que parece vencida y se estremece, como cuando le escribe a su esposa Anna: “En las naves vacías golpean las ventanas con sus cristales rotos, el viento sopla e irrumpe en la habitación. Hasta mí llegan los gritos angustiados de las gaviotas. Y siento con todo mi ser la insignificancia del hombre, de sus obras, de sus afanes”.
Las ideas tienen peso, y a lo largo de la historia, puestas sobre los hombres, los aplastan. Este es el caso de Florenski, donde asistimos al asesinato lento, doloroso e impune de un hombre que no quiso renegar, que se declaró por la Verdad y sospechaba de las ideas, que amaba la razón y a los hombres. Este hombre que lloró y esperó cartas de sus seres queridos, que despechado sentía el abandono, que seguía sirviendo con su trabajo científico desde laboratorios precarios, es un icono de la resistencia.
Este intercambio epistolar, que recuerda un poco a Moro, o a Boecio, por su mismo formato se libra de la grandiosidad a la que nos ha mal acostumbrado el cine gringo. Esta alma que se consume en los Gulags nos advierte de un peligro: el mal es real, el combate es real, la renuncia es real, el sacrificio se impone…
En todo caso, para concluir mi recomendación, reconozco que esta lectura me sugirió que se levantan siempre nuevos imperios. Que muchos de ellos, lejos de ser justos, se empecinan en la erradicación del mal en los hombres por medio de la erradicación de los hombres; que privilegian la idea a la razón, que se escandalizan de su historia cargada de esclavos negros y se acomoda a las políticas que propician las mareas de inmigrantes que se ahogan en el mar intentando alcanzar las costas europeas; que cancela la universidad e instala remedos universitarios llenos de ideologización.
Y pienso: qué sutil la nueva colonización, qué hipnótico el nuevo orden, qué modorra esta abundancia.
Por: Pbro. Jesús Arroyave Restrepo, párroco en Santa María Micaela y San Mario - capellán del colegio Adveniat
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