Voluntad de Dios y Santidad

«Hay que amar la santísima voluntad de Dios en las pequeñas y en las grandes ocasiones» San Francisco de Sales. Queridos cibernautas y lectores de El Catolicismo, con…
Un llamado para que vivamos nuestra profesión como vocación para construir su reino donde quiera que El nos ubique y con las dificultades que se nos presenten aceptar sus designios, ofreciendo todo hasta lo más mínimo por amor.
«Debemos cumplir nuestro deber porque es nuestra obligación y por el simple deseo de agradar a Dios, y ello tanto en la tempestad como en la calma.La verdadera y santa ciencia consiste en dejar a Dios que haga y deshaga en nosotros y en todas las cosas lo que le plazca, sin otra voluntad ni elección, reverenciando en profundo silencio lo que, por nuestra humana debilidad, el entendimiento no acierta a comprender, porque sus designios pueden a veces estar ocultos, pero siempre son justos.El tesoro de las almas puras no está en recibir bienes y favores de Dios, sino en darle gusto, no queriendo ni más ni menos que lo que Él nos da». San Francisco de Sales
Así recuerdo las palabras del Padre Efraín Mejía, director de Comunicaciones de la Arquidiócesis de Bogotá, cuando al iniciar con nuestra primera reunión del 2015 en la oración expresó “Señor que no nos dejemos llevar por nuestros caprichos, que lo que hagamos sea según tu voluntad”, así como San Francisco nos enseña que no quería otra cosa que la voluntad de Dios: «No sé más que una canción. Se trata, sin duda, querida hermana, del Cántico del Cordero, que, aunque un poco triste, es armonioso y bello: Padre mío, que se haga, no lo que yo quiero, sino lo que Vos queréis».
VOLUNTAD DE DIOS Y SANTIDAD
San Francisco de Sales explica en qué consiste la verdadera santidad «La perfección de la vida cristiana consiste en la conformidad de nuestra voluntad con la de Dios, que es la soberana regla y ley de todas las acciones» Desde «Nécy, el día de la santa Cruz de 1604», escribía Francisco de Sales a la Sra. de Chantal: «No cesaré nunca de rogar a Dios que quiera perfeccionar en vos su santa obra, es decir, el buen deseo y el propósito de llegar a la perfección de la vida cristiana; deseo que debéis guardar y alimentar con ternura en vuestro corazón, como un don del Espíritu Santo y una chispa de su fuego divino.
En Roma vi un árbol plantado por el bienaventurado santo Domingo: todo el mundo lo va a ver y lo cuidan por amor a quien lo plantó; por eso, al ver en vos el árbol del deseo de santidad que nuestro Señor ha plantado en vuestra alma, lo amo y me complace pensar en él ahora aún más que en vuestra presencia, y os exhorto a hacer lo mismo y decir conmigo: que Dios os haga crecer, oh hermoso árbol que Él plantó; divina semilla celestial, que Dios os haga producir frutos maduros y que, una vez producidos, Dios mismo los guarde del viento para que no caigan por tierra y se los coman las alimañas.
Señora, este deseo debe permanecer en vos como los naranjos de la costa de Génova, que están casi todo el año cargados de frutos, de flores y de hojas a un mismo tiempo. Porque vuestro deseo ha de estar presto para fructificar en cuanto se presente la ocasión, sin dejar por ello de seguir deseando más cosas y más motivos para ir adelante. Esos deseos son las flores del árbol de vuestros propósitos; las hojas serán el reconocimiento constante de vuestra flaqueza, que os conservará las buenas obras y los buenos deseos... Encomendadme a nuestro Señor, pues lo necesito más que nadie en el mundo. A Él le suplico que os conceda abundantemente su santo amor». No sólo en su hija predilecta, sino en todas las almas, ve el obispo de Ginebra el árbol del deseo de santidad que el Señor ha plantado, y él lo cuida tiernamente y lo ayuda para que produzca con las hojas de la humildad y las flores de los generosos deseos, los frutos de las sólidas virtudes.
Son innumerables las almas a quienes, con su gracia delicada y su gran poder de persuasión, él ha encaminado del deseo de la santidad a su realización más elevada, bajo el fuego del divino amor. Para llevarlas a la perfección de la vida cristiana les ha enseñado «la verdadera y viva devoción», que «no es otra cosa -nos dice en su Introducción- que un verdadero amor a Dios. Este no es un amor cualquiera, porque cuando el amor divino embellece nuestra alma, se llama gracia y nos hace agradables a su divina Majestad; cuando nos da fuerza para obrar el bien, se llama caridad; y cuando llega al grado de perfección en que no solamente nos mueve a obrar el bien, sino a hacerlo de forma cuidadosa y frecuente y con prontitud, entonces se llama devoción».
Así se lo explicaba a una de sus dirigidas, que le había preguntado qué era la devoción y cómo adquirirla. «La virtud de la devoción -le respondía- no es más que una general inclinación y prontitud del alma para hacer lo que se sabe agradable a Dios; es esa dilatación del corazón de que hablaba David cuando decía: corrí por la senda de tus mandatos cuando me ensanchaste el corazón. Los que son simplemente buenos -proseguía el obispo- andan por los caminos de Dios, pero los devotos corren; y si son muy devotos, vuelan».
Según esto, lo que sabemos que agrada a Dios es el cumplimiento de su voluntad; voluntad significada en los mandamientos y en los deberes de nuestro estado; voluntad de beneplácito, manifestada en los acontecimientos que nos ocurren, ya sean agradables o desagradables para nuestra naturaleza.
Estudiemos bajo esos diversos aspectos las enseñanzas de San Francisco de Sales. Él nos permitirá comprender mejor la voluntad de Dios, incitándonos a cumplirla siempre con todo amor.
La observancia de los mandamientos
Cumplir los mandamientos es el primer deber de un alma deseosa de hacer la voluntad de Dios. Escribe san Francisco de Sales:«Antes que nada, es necesario observar los mandamientos generales de la ley de Dios y de la Iglesia, que obligan a todo fiel cristiano; y sin ello -añade- no puede haber ninguna devoción; esto lo sabe todo el mundo».Pero aunque todo el mundo lo sepa, quizá no sea inútil insistir en ello.
Es bueno convencerse de esta verdad, de que la observancia de los mandamientos es condición necesaria para toda vida cristiana y que ninguna práctica de supererogación dispensa jamás de las prescripciones formales de la ley.'''«Por eso, siempre debemos procurar cumplir lo que Dios manda a todos los cristianos... y quien esto no observe cuidadosamente, sólo tendrá una devoción falsa». Y aún hay más: quien aspire a una vida fervorosa, tiene que observar los mandamientos «con prontitud y con gusto». Puesto que son la expresión de la voluntad de Dios, deben encontrarnos siempre dispuestos a cumplirlos, y a hacerlo de buen grado, tanto más cuanto que, por su naturaleza, son «dulces, agradables y suaves». ¿Es ésta, sin embargo, nuestra actitud? El Santo observa:
«Muchos cumplen los mandamientos como quien traga una medicina, más por miedo a condenarse que por el placer de vivir según la voluntad del Salvador». Y es ésa una peculiaridad de la condición humana, que siente horror a todo lo que le es impuesto. Por ello prosigue: «Y así como hay personas que, por agradable que sea un medicamento, lo toman de mala gana, sólo porque es medicamento, así hay almas que tienen horror a lo que se les manda por el hecho mismo de ser mandado.
En este sentido -continúa-, se cuenta que un hombre había vivido a gusto en la gran ciudad de París sin salir de ella durante ochenta años y en cuanto el rey le ordenó permanecer allí para siempre, salía a diario a disfrutar del campo, cosa que antes nunca había echado de menos»."Es cierto que este humor caprichoso se remonta a los comienzos de la humanidad:«Eva, de cien mil frutos deliciosos, escogió el que se le había prohibido, y seguro que, si se le hubiera permitido probarlo, no se lo habría comido». "Gusto por la independencia, ciertamente, pero también debilidad de nuestra naturaleza, que se asusta a veces de las exigencias de los mandamientos. Si tuviéramos verdadero amor de Dios, las dificultades, en vez de echarnos para atrás, aumentarían nuestro ánimo y convertirían en dulce y agradable lo que nos parece áspero y molesto.«Un corazón que está lleno de amor, ama los mandamientos, y, cuanto más difíciles son; más dulces y agradables los encuentra, porque así complace más al Amado y le hace mayor honor». El amor de Dios, la adhesión a su santa voluntad expresada en los mandamientos, dan prontitud en la obediencia y gozo en su ejecución.
El obispo se preocupa mucho por nuestro progreso en este camino y en la Introducción a la vida devota nos invita a «examinar el estado de nuestra alma para con Dios»:-«¿Cómo se encuentra vuestro corazón respecto a los mandamientos de Dios? ¿Los encuentra buenos, dulces, agradables? ¡Ay, hija mía!, quien tiene el gusto en buen estado y el estómago sano, disfruta con la comida buena y rechaza la mala...-¿Cómo está vuestro corazón para con Dios? ¿Se complace en acordarse de Él? ¿Siente su agradable dulzura? David dice: me he acordado de Dios, me he complacido en él. ¿Sentís en vuestro corazón cierta facilidad para amarle y un gusto particular en saborear ese amor? ¿Se recrea vuestro corazón al pensar en la inmensidad de Dios, en su bondad y en su dulzura? Si el recuerdo de Dios os sobreviene en medio de las ocupaciones del mundo y de sus vanidades, ¿logra hacerse sitio, se apodera de vuestro corazón? ¿Os parece que vuestro corazón se vuelve hacia Él y en cierto modo sale a su encuentro? Ciertamente hay almas así, que, por muy ocupadas que estén, si les viene el recuerdo de Dios, les resulta imposible atender a otra cosa, por el placer que sienten al experimentarlo, lo que constituye una buenísima señal».
El amor a nuestra vocación
«Además de los mandamientos generales -escribe san Francisco de Sales-, hay que cumplir exactamente los mandamientos particulares que nuestra vocación nos impone», porque también ellos son expresión de la voluntad divina.
«Y quien no los cumpliere -prosigue-, aunque resucitara muertos, no dejaría de estar en pecado y condenarse si muriera así. Por ejemplo, los obispos tienen el deber de visitar a sus ovejas, para enseñarles, corregirlas y consolarlas. Si yo permaneciera toda la semana en oración, si ayunara toda mi vida, pero no visitase a las mías, me perdería. Si una persona casada hiciera milagros pero no cumpliese sus deberes matrimoniales para con su cónyuge, o no cuidase de sus hijos, sería peor que un infiel, dice san Pablo».
Esta es una verdad que es necesario profundizar: nuestra vocación y sus deberes son queridos por Dios. Pero ¿nos consagramos verdaderamente a los deberes de nuestro estado de vida para agradar a Dios? «¡Ay! -decía el Santo-, todos los días pedimos a Dios que se haga su voluntad, y, cuando llega el momento de cumplirla, ¡cuánto trabajo nos cuesta! Nos ofrecemos al Señor, le repetimos: Señor, soy todo vuestro, aquí tenéis mi corazón. Pero cuando quiere servirse de él, ¡somos tan cobardes! ¿Cómo podemos decirle que somos suyos, si no queremos acomodar nuestra voluntad a la de Él?».
''Tengamos en cuenta, además, que esos «mandamientos particulares de nuestra vocación», son, al igual que los generales, «dulces, agradables y suaves».
«¿Qué es, pues, lo que nos los hace molestos? En realidad, solamente nuestra propia voluntad, que quiere reinar en nosotros al precio que sea... Queremos servir a Dios, pero haciendo nuestra voluntad y no la suya. No nos corresponde a nosotros escoger a nuestro gusto; tenemos que ver lo que Dios quiere, y si Él quiere que yo le sirva en una cosa, no debo servirle en otra». Pero eso no basta.
Una persona fervorosa, «devota», como dice el obispo, debe cumplir sus deberes, todos sus deberes, con amor y con gozo. «Esto no es todo -continúa san Francisco de Sales-, sino que, para ser devoto, no sólo hay que querer cumplir la voluntad de Dios, sino hacerlo con alegría. Si yo no fuera obispo, quizá no querría serlo, por saber lo que sé; pero, puesto que lo soy, no solamente estoy obligado a hacer todo lo que esa penosa vocación exige, sino que debo hacerlo con gozo, y complacerme en ello y sentir agrado.
Es lo que dice san Pablo: que cada uno permanezca en su vocación ante Dios. No tenemos que llevar la cruz de los demás, sino la nuestra, y para poderla llevar, quiere nuestro Señor que cada uno se renuncie a sí mismo, es decir, a su propia voluntad. Es una tentación decir: Yo quisiera esto y lo otro, yo preferiría estar aquí o allá. Nuestro Señor sabe bien lo que hace; hagamos lo que Él quiere y quedémonos donde Él nos ha puesto».
Y es que, efectivamente, nos sucede que no queremos aceptar nuestra vocación e intentamos huir de ella. ¿Es quizá la prosaica monotonía de la vida cotidiana, para la que tanta paciencia necesitamos; o el gris descolorido de nuestras jornadas, que exaspera nuestros nervios y nos hace soñar con otra situación más fácil que podría darnos la sensación de que estábamos en nuestro lugar y, libres de irritantes servidumbres, podríamos, por fin, lograr la felicidad?.
Todo eso es un vano sueño que corre el riesgo de ser peligroso, porque nos hace imaginar un estado de vida que no es el que Dios ha querido para nosotros.
«Es cierto -escribía san Francisco de Sales a la baronesa de Chantal-, que nada nos impide tanto perfeccionarnos en nuestra vocación como aspirar a otra; porque, en vez de trabajar en el campo propio, enviamos nuestros bueyes y nuestro arado al campo del vecino, donde ciertamente no cosecharemos este año. Y todo eso es una pérdida de tiempo, pues es imposible que, teniendo puestos nuestros pensamientos y esperanzas en otra parte, podamos aplicarnos a conseguir las virtudes requeridas para el lugar en que nos encontramos».
Las carmelitas acababan de establecerse en Francia. La Sra. Brúlart, esposa del presidente del Parlamento de Borgoña, se ocupaba activamente en su instalación y le gustaba hablar largo y tendido con ellas. San Francisco de Sales, a quien esta mujer, de elevada y sólida piedad, había confiado la dirección de su alma, no dejaba de inquietarse por ello y escribía así a la Sra. de Chantal: «¡Cuánto me satisface que nuestro Dijon haya recibido a las buenas carmelitas de la Madre Teresa! ¡Que Dios las haga fructificar para gloria suya! Mucho me alegra que la Sra. Brúlart se ocupe tanto de ellas, con tal que su corazón no se deje llevar por vanos deseos de esa vida, puesto que ella debe cultivar otra distinta. Es de maravillar, hija mía, la firmeza de mis ideas respecto a no sembrar en el campo del vecino, por hermoso que sea, mientras que el nuestro tiene tanta necesidad. La dispersión del corazón es siempre peligrosa: tener el corazón en un lugar y el deber en otro»
Y, en efecto, la presidenta Brúlart, al salir de esas conversaciones espirituales que encantaban su espíritu y ensanchaban su corazón, experimentaba cierto fastidio al tener que enfrentarse con la monotonía de su vida cotidiana.
Y su santo director le escribía: «Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales, exteriores y materiales, los encuentra molestos y desagradables y, por ello, se impacienta fácilmente».
En verdad es bueno desplegar las alas y volar cual mística paloma hacia las serenas cimas de la alta piedad, lejos de las mezquindades de la tierra. Pero debemos permanecer en la vida real, en los valles profundos, con sus preocupaciones, y en medio de la confusión de lo material, puesto que ésa es la voluntad de Dios.
En este sentido, el obispo apunta la siguiente idea: «Habéis de ser paloma, no solamente al volar en la oración, sino también en el nido y con todos los que están a vuestro alrededor» Y no se cansa de repetir a la Sra. Brúlart en sus cartas esta austera doctrina: «Perseverad en venceros en esas pequeñas contrariedades que sentís cada día, poniendo en ello todo vuestro empeño. Y estad segura de que Dios, por el momento, no quiere otra cosa de vos; por lo tanto, no os entretengáis en hacer otra cosa.
No sembréis vuestros deseos en jardín ajeno, sino cultivad bien el vuestro. No queráis ser lo que no sois, sino desead, más bien, ser con perfección lo que sois; ocupad, para ello, vuestro pensamiento en ser cada vez mejor y en llevar las cruces, pequeñas o grandes, que vayáis encontrando. Creedme, esta es la palabra clave, y la menos entendida, en la dirección espiritual. La mayoría escoge según su gusto, pero pocos escogen según su deber y según el gusto de Dios nuestro Señor. ¿De qué nos serviría edificar castillos en España teniendo que vivir en Francia? Esta es mi lección de siempre, y la comprendéis muy bien. Decidme si la practicáis, hija mía».
Ella, al menos, se esforzaba en practicarla. Y un día el obispo recibió una carta suya que le hizo estremecer de gozo. La carta se ha perdido, pero conservamos la respuesta de san Francisco de Sales: «Son palabras maravillosas las que me decís: que el Señor me ponga en la salsa que quiera; todo me es igual, con tal de que yo le sirva».
Efectivamente, son palabras maravillosas, porque, en su prosaico realismo, suponen una gran docilidad a la voluntad divina. Y san Francisco de Sales le contesta siguiéndole el juego con esas mismas palabras: «Saboread bien esa salsa en vuestro espíritu, paladeadla en vuestra boca, sin tragarla de golpe».
Pero le advierte que esté atenta, pues en un momento de entusiasmo ¡es tan fácil hacerse ilusiones...! «La Madre Teresa, a quien me complace saber que amáis tanto, dice en alguna parte que a menudo decimos tales palabras por costumbre y sin demasiada reflexión, y nos aconseja que las digamos desde el fondo del alma, aunque ni si quiera entonces las pongamos en práctica, como sabemos por experiencia».
Efectivamente, la presidenta lo había experimentado... «Me decís que cualquiera que sea la salsa en que Dios os ponga, os da lo mismo. Pues bien, ya sabéis en qué salsa os ha puesto, en qué estado y condición. Y, decidme, ¿os da lo mismo?.
Bien sabéis cuál es vuestra deuda diaria, la que Dios quiere que le paguéis, y a la que os referís en vuestra carta; pero no veo que os dé lo mismo. ¡Dios mío, qué sutilmente se mete el amor propio en nuestros gustos y afectos, aunque parezcan devotos!» .Por tanto, hay que reconocer y aceptar la voluntad de Dios; es más, hay que amarla y amar todas sus consecuencias.
«Ahí está la clave -concluye san Francisco de Sales-. Hay que buscar lo que Dios quiere y, una vez sabido, tratar de hacerlo con alegría o, al menos, con valor. Y no sólo eso; hay que amar la voluntad de Dios y las obligaciones que de ella se derivan para nosotros, aunque tuviéramos que guardar puercos toda la vida, o hacer los menesteres más bajos del mundo, porque cualquiera que sea la salsa en que Dios nos ponga, nos debe dar lo mismo. En la perfección, esa es la diana a la que debemos apuntar, y quien más se aproxime a ella, se llevará el premio».
Es la misma doctrina que trata de hacer comprender a otra de sus dirigidas, la Sra. Le Blanc de Mions, a la que había conocido cuando predicaba la cuaresma en Grenoble, en 1617. A esta señora la habían casado imprudentemente en su juventud, con un hombre que derrochaba su fortuna y que, para colmo, su conducta dejaba mucho que desear.
Ella tenía una imaginación muy viva, lo cual acrecentaba sus males. «Tiene mucha necesidad de ser ayudada, escribía san Francisco de Sales, y apoyada con dulzura, por la multitud de dificultades que la vivacidad de su espíritu le proporciona, lo cual es causa de que se le acrecienten sus males». Ella misma confesaba a la Sra. de Chantal que no podía pensar en un pastor que está en el campo «sin suspirar de envidia por su felicidad».
Y precisamente, en esta tentación era donde estaba el peligro. Por ello, san Francisco de Sales le escribe: «Os digo, hija mía, con respecto a esa tentación vuestra de siempre, y os lo digo con toda firmeza, que seríais muy fiel a la voluntad de la Providencia, si aceptaseis con toda humildad y sinceridad el designio celeste, que es el que os ha puesto donde estáis. Tenemos que permanecer en la barca en que estamos mientras dura el trayecto de esta vida a la otra. Y debemos hacerlo de buen grado y con amor; porque, aunque algunas veces no haya sido la mano de Dios la que nos ha puesto allí, sino la de los hombres, una vez en la barca, estamos allí porque Dios lo quiere, por lo que debemos seguir en ella de buena gana y con gusto».
Bien sabe el obispo que esta doctrina le será dura de oír, y por eso, vuelve sobre ella con insistencia: «Os ruego encarecidamente que seáis fiel en practicar la aceptación y dependencia propia de vuestro estado». Pero esto lleva consigo exigencias que le serán penosas, como, por ejemplo, que el nombre de su marido, que ella calla obstinadamente, salga a veces de sus labios. «Por eso, querida hija, habrá ocasiones en las que deberéis nombrar a la persona que sabéis, y cuyo nombre os cuesta tanto pronunciar».
¿Esto quiere decir que debe abstenerse de todo reproche? No, ciertamente. «Yo le he dicho que puede hablar enérgica y resueltamente cuando la ocasión lo requiera, para mantener en su sitio a quien ella sabe; pero que su fuerza será mayor si está tranquila y actúa razonablemente y sin dejarse llevar de la pasión».
El obispo le pide aún más: «Es preciso que algunas veces, junto a vuestros reproches, empleéis palabras de respeto». Y añade: «Esto es de tal importancia para la perfección de vuestra alma que lo escribiría gustosamente con mi sangre».
No ignora que le está pidiendo algo heroico, pero, si Dios así lo exige, no debemos dudar: «Hay que dejar que las espinas de las dificultades ciñan nuestra cabeza y que la lanzada de la contradicción traspase nuestro corazón. Beber la hiel y tragar el vinagre...puesto que Dios así lo quiere».
Aceptar lealmente nuestro estado de vida sin tratar de rehuirlo bajo ningún pretexto, es lo que nos pide san Francisco de Sales, si estamos resueltos a cumplir la voluntad de Dios. Pero esta tentación de evasión no se da solamente entre los casados. El claustro tampoco la ignora. A la propia Sra. Brúlart, cuya hermana, Rosa Bourgeois, era la abadesa de Puits d'Orbe, le escribía así: «El mayor de los males entre personas de buena voluntad, es que suelen querer ser lo que no pueden ser. Me han dicho que esas buenas monjas están prendadas del olor de santidad que exhalan las santas carmelitas y que todas desearían estar en el Carmelo. Pero, puesto que eso no es factible, pienso que no sacan el debido fruto de ese buen ejemplo, que debería servirles para animarse a abrazar la perfección de su estado y no para turbarlas y hacerles desear algo que no pueden conseguir. La naturaleza ha dado una ley a las abejas: que cada una haga la miel en su panal y de las flores que tiene a su alrededor».
Pero nosotros no tenemos la docilidad de las abejas y envidiamos otros panales. Y esto, ¡ay!, es cosa muy común, como le dice el obispo a la Sra. de Chantal hablando de estas mismas religiosas: «He escrito a la abadesa de Puits d'Orbe, de la que no he recibido noticias desde hace mucho tiempo. Tengo entendido que sus hijas suspiran por las carmelitas, donde no pueden entrar, y descuidan la perfección de su monasterio, cosa que tienen mucho más a su alcance. Es lo que suele ocurrir». Esta fue la constante doctrina del Santo. Para ir a Dios hay muchos caminos, y quizá más excelsos que el nuestro. Reconozcamos su excel situd, pero pongamos todo nuestro empeño en progresar en el que Dios nos ha puesto, porque es ahí donde Él nos quiere.
«No lo dudéis, mi querida hija, la verdadera luz del cielo os hace ver vuestro camino y os conducirá por él felizmente. Hay, sin duda, caminos más excelentes, pero no para vos; y las excelencias del camino no son las que hacen excelentes a los caminantes, sino su rapidez y agilidad. Todo lo que intente apartaros de ese camino, tenedlo por tentación, tanto más peligrosa cuanto más atractiva.
Nada es tan agradable a la divina Majestad como la perseverancia; y las virtudes pequeñas, como la hospitalidad, hacen más perfectos a los que en ellas perseveran hasta el fin, que las grandes, si sólo se practican de cuando en cuando y por variar. Estad, por tanto, tranquila y decid: ¡cuántos caminos para ir al cielo!; benditos sean los que andan por ellos; pero ya que éste es el mío, lo recorreré con paz, sinceridad, sencillez y humildad.
Sin duda, querida hija, la simplicidad del corazón es el más excelente medio de perfección. Amadlo todo, alabadlo todo, pero no sigáis, no aspiréis sino a la vocación de esta Providencia celestial, y no tengáis sino un corazón dirigido a ello». «Marchad con decisión por el camino en que la Providencia de Dios os ha puesto, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, porque ése es el camino de la perfección para vos. Y esa satisfacción espiritual, aunque sea sin gusto, vale más que mil agradables consuelos». «¡Vamos, hija mía!, estamos en el buen camino. No miréis ni a derecha ni a izquierda, porque éste es el mejor para nosotros. No nos distraigamos en considerar la hermosura de otras vías; saludemos simplemente a quienes transitan por ellas y digámosles con sencillez: que Dios nos guíe hasta encontrarnos en su morada».
La aceptación de la voluntad de Dios
Al caminar por aquí abajo, procurando cumplir con los deberes de nuestro estado, de pronto aparecen ante nosotros las cruces por las que la divina Providencia nos muestra el agrado divino. Y adivinamos cuál será la actitud de un alma de fe, que conoce la verdadera ciencia de Dios, ante las contrariedades, las pruebas o las aflicciones. «La verdadera ciencia de Dios nos enseña, ante todo, que su voluntad es la que debe marcar la pauta a nuestro corazón para que le obedezca y encuentre bueno -como ciertamente lo es, y muy bueno- todo lo que ella ordena a sus amados hijos».
Por eso el obispo recomienda la sumisión a la divina voluntad en todas las ocasiones: «Someted vuestra voluntad a la de Dios, dispuesta a adorarla, tanto si os envía tribulaciones como en tiempo de consolación». Y nos da esta regla de conducta -ciencia santa, verdadero tesoro- de la que nunca nos empaparemos bastante:
«Debemos cumplir nuestro deber porque es nuestra obligación y por el simple deseo de agradar a Dios, y ello tanto en la tempestad como en la calma. La verdadera y santa ciencia consiste en dejar a Dios que haga y deshaga en nosotros y en todas las cosas lo que le plazca, sin otra voluntad ni elección, reverenciando en profundo silencio lo que, por nuestra humana debilidad, el entendimiento no acierta a comprender, porque sus designios pueden a veces estar ocultos, pero siempre son justos. El tesoro de las almas puras no está en recibir bienes y favores de Dios, sino en darle gusto, no queriendo ni más ni menos que lo que Él nos da».
A veces podremos sentirnos defraudados al no recibir las satisfacciones que, por alguna razón, esperábamos. No nos inquietemos. Moderemos nuestros deseos, adoptemos una santa indiferencia, sin buscar otra cosa que el amor de Dios y su santa voluntad: «Cuando nos falten las razonables satisfacciones que desearíamos recibir, debemos tener paciencia y tratar de moderar un poco nuestros deseos, aceptando las cosas, incluso cuando son buenas, con espíritu de santa indiferencia, al que constantemente debemos recurrir para decir: no deseo tal virtud ni tal otra; lo único que quiero y deseo es el amor de Dios y que se cumpla en mí su voluntad».
Esa misma ha de ser nuestra actitud ante los proyectos que nos son más queridos: «Debéis poner mucho empeño en procurar ser religiosa, puesto que Dios os concede tantos deseos de serlo. Pero, si una vez hecho todo lo posible, no lo lográis, la mejor manera de agradar a nuestro Señor será sacrificarle vuestra voluntad y permanecer tranquila, humilde y devota, totalmente entregada y sumisa a su divino querer y designio; voluntad y designio divino que se os muestran claramente en el hecho de no haber conseguido vuestros deseos, pese a haber hecho todo lo posible para ello. Porque nuestro Dios prueba a veces nuestro valor y nuestro amor, privándonos de cosas que nos parecen muy buenas para el alma, y que efectivamente lo son. Y si nos ve muy afanados en conseguir algo, pero, al mismo tiempo, humildes, tranquilos y resignados a no lograrlo, nos da mayores bendiciones en esa privación que las que hubiéramos recibido con aquello que deseábamos. Porque siempre y en toda ocasión, Dios ayuda a aquéllos que de todo corazón y en cualquier circunstancia pueden decirle: hágase tu voluntad».
Cuando nuestro Señor nos llama para algún trabajo, no debemos anteponer a sus deseos nuestros gustos personales, ni nuestras inclinaciones, ni mirar nuestras fuerzas. «Querida hija, haced descansar vuestros pensamientos sobre los divinos hombros del Señor y Salvador. Él cargará con ellos y os fortificará. Si os llama (y realmente os está llamando) a un servicio que sea de su agrado, aunque no lo sea del vuestro, no por eso debéis tener menos ánimo, sino más aún que si vuestro gusto coincidiera con el suyo, porque cualquier asunto marchará mejor cuanto menos haya de nosotros en él. Mi querida amiga e hija mía, no permitáis que vuestro espíritu se mire a sí mismo, ni vuelva sobre sus fuerzas o sus inclinaciones; nuestros ojos tienen que estar fijos en los designios de Dios y en su Providencia. No hay que entretenerse en discurrir cuando hay que correr, ni en hablar de las dificultades, cuando lo que hay que hacer es superarlas».
El obispo exhorta también a las almas generosas a abrazar con sinceridad y sin reservas, libre y alegremente, la santa voluntad de Dios: «Confirmad cada día más y más la resolución que habéis tomado de servir a Dios según sus designios y de ser enteramente suya, sin reserva alguna ni para vos ni para el mundo. Abrazad sinceramente sus santos deseos, sean los que fueren, y no creáis haber alcanzado la pureza de corazón que le debéis, mientras vuestra voluntad no esté del todo y en todo, incluso en las cosas más desagradables, libre y gozosamente sometida a la suya santísima.
Para ello, fijaos no en la apariencia de lo que hagáis, sino en Quien os lo ordena, que saca su gloria y nuestra santa perfección de las cosas más miserables y ruines, cuando le place». Efectivamente, ésa es la manera de aceptar con alegría las cosas que repugnan a nuestra naturaleza: mirar no sólo su apariencia, sino la mano amorosa de Aquél que nos las presenta. «Las penas, consideradas en sí mismas, ciertamente no pueden ser amadas; pero, consideradas en su origen, es decir, en la Providencia y bondad divina que las ordena, son infinitamente amables... Las tribulaciones, de por sí, son horribles, pero, vistas en la voluntad de Dios, son amables y deliciosas. ¡Cuántas veces nos hemos visto obligados a tomar de mala gana la medicina que nos daba el médico o el boticario! Pero si nos la ofrecía una mano muy querida, el amor se sobreponía al horror y la tomábamos con gusto».
Él mismo lo hacía así y los disgustos -a los que no era insensible-, los soportaba con total resignación ante la voluntad divina: «Veréis por la carta de ese buen Padre el disgusto que he tenido, que, ciertamente, me ha afectado un poco; pero, como la noticia encontró mi espíritu lleno del sentimiento que tengo de una total resignación y conformidad con la manera como me guía la santísima Providencia, sólo dije en mi interior: Sí, Padre celestial, pues así lo habéis querido.
Y esta mañana, al despertar, he tenido una impresión tan intensa de vivir entera y puramente según el espíritu de fe, que a pesar mío, yo quiero lo que Dios quiera, y quiero lo que sea para su mayor servicio, sin reserva ni de consuelos sensibles ni espirituales. Y pido a Dios que no permita jamás que cambie de propósito». Consolaba también, con afectuosa delicadeza, a sus amigos afligidos por la enfermedad: «Veo a vuestra esposa, a la que quiero muy cordialmente, en la cruz, entre los clavos y las espinas de muchas tribulaciones que la hacen sufrir, lo mismo que a vos. ¿Qué puedo deciros ante esto, mi querido hermano? Preguntad a menudo al corazón de nuestro Señor de dónde procede esta aflicción, y Él os hará saber que tiene su origen en el amor divino.
Es bueno que pensemos en la justicia que nos castiga, pero es mucho mejor bendecir la misericordia que nos pone a prueba». Y le explicaba a una enferma que ofrecer el sufrimiento es algo preferible a la oración: «En cuanto a la meditación, tienen razón los médicos al decir que mientras estéis enferma, debéis dejarla. En su lugar, incrementad el uso de las jaculatorias y ofreced vuestro sufrimiento a Dios, aceptando enteramente su voluntad, pues, aunque os impide la meditación, eso no os separa en absoluto de Él, sino que os une más, mediante el ejercicio de una santa y serena resignación.
Con tal de estar con Dios, ¿qué más da que sea de una manera o de otra? Puesto que realmente sólo le buscamos a Él, y no lo encontramos menos en la mortificación que en la oración -sobre todo cuando nos envía la enfermedad-, nos deben parecer tan buenas tanto la una como la otra.
Además, las jaculatorias, ímpetus de nuestro espíritu, son verdaderas y continuas oraciones; y el ofrecimiento de nuestros males es el más digno que podemos hacer a Aquél que nos salvó sufriendo» Con una ternura profundamente humana enjugaba las lágrimas de quienes habían perdido un ser querido, mientras que les animaba dulcemente a que aceptasen sobrenaturalmente el sacrificio: «Tomad, hija mía, las vendas y el sudario con que fue envuelto nuestro Señor en el sepulcro y enjugad con ellos vuestras lágrimas. Ciertamente, yo también lloro en esas ocasiones, y mi corazón, de piedra para las cosas celestiales, derrama lágrimas por estos motivos; pero, ¡bendito sea Dios!, lo hago siempre calladamente y, por hablaros como a una hija querida, con un sentimiento de amorosa dilección hacia la Providencia de Dios; pues desde que nuestro Señor aceptó la muerte y nos la dio como objeto de nuestro amor, ya no puedo dejar de querer la muerte de mis hermanas, ni la de nadie, con tal que mueran en el amor de esa muerte sagrada de mi Salvador»
Recomendaba, sobre todo, que, con el amor, diéramos valor a nuestras pruebas: «Es preciso que nuestras penas, nuestros trabajos, nuestras tristezas y todas nuestras aflicciones adquieran mérito mediante la santa dilección. Son buenos materiales para hacer avanzar a un alma en el servicio de su divina Majestad».
Puede que, bajo el golpe que nos hiere, no sintamos el amor que nos lo hace soportar con valor. No importa, siempre que permanezcamos totalmente abandonados al divino beneplácito - lo que es señal de verdadero amor-, y que la experiencia del sufrimiento nos permita comprender y acoger con corazón compasivo a quienes atraviesan por esos duros caminos.
Eso es lo que explicaba a una religiosa: «¿Qué nos puede importar que sintamos o no el amor? En realidad no estamos más seguros de tenerlo cuando lo sentimos que cuando no, sino que la mayor seguridad está en el total, puro e irrevocable abandono de nosotros mismos en los brazos de su divina Majestad, tanto en el consuelo como en la desolación, para que, con un corazón abatido, humillado y muerto, reciba el aroma agradable de un santo holocausto y para que nuestras Hermanas atormentadas encuentren en nosotros un corazón compasivo y un apoyo dulce y amoroso».
Por su parte, su más ardiente deseo era el de valorar por encima de todo el amor de Cristo crucificado; lo demás, apenas si contaba a sus ojos. «No puedo decir otra cosa de mi alma, sino que siente cada vez más el deseo ardentísimo de no querer sino el amor de nuestro Señor crucificado, y que yo me siento tan invencible a los acontecimientos del mundo, que apenas me afectan». Y es que no quería otra cosa que la voluntad de Dios: «No sé más que una canción. Se trata, sin duda, querida hermana, del Cántico del Cordero, que, aunque un poco triste, es armonioso y bello: Padre mío, que se haga, no lo que yo quiero, sino lo que Vos queréis»."
¿Un poco triste? Tal vez sí, según la naturaleza; pero, fuente de alegría para los que se han encontrado y amado en esta peregrinación terrena, ayudándose unos a otros a vivir según el querer divino. «Pidamos mucho al Señor que nos dé la gracia de vivir de tal modo según su beneplácito durante esta peregrinación, que al llegar a la patria celestial, podamos alegrarnos de habernos conocido aquí abajo y de haber conversado sobre los misterios de la eternidad. Sólo por ello nos alegraremos de habernos amado en esta vida, pues todo ha sido para gloria de su divina Majestad y para nuestra eterna salvación... Id en paz, mi querida hija, y que Dios sea siempre vuestro protector. Que Él os tenga siempre de su mano y os guíe por el camino de su santa voluntad».
Y el obispo resume en una frase lapidaria la actitud que nos mantendrá firmes ante los golpes de la adversidad: «En suma, el que desee soportar bien los golpes de las adversidades de esta vida mortal, ha de tener puesto su espíritu en la santísima voluntad de Dios y su esperanza en la venturosa eternidad».
También para hacer aquí abajo una feliz travesía, debemos dejarnos guiar siempre por la voluntad de Dios. Ella es la estrella que nos conducirá a buen puerto en las riberas celestes. «Esta vida es breve, la recompensa por lo que aquí hagamos será eterna. Practiquemos el bien, unámonos a la voluntad de Dios. Que sea ella la estrella que guíe nuestros ojos en esta travesía. Es la manera cierta de que lleguemos con bien».
El amor a la voluntad de Dios
San Francisco de Sales escribía un día a una de sus hijas: «Acordaos, querida hija, de cumplir bien la voluntad de Dios en las ocasiones en que tengáis más dificultad. Cuesta poco agradar a Dios en lo que nos agrada a nosotros; nuestra fidelidad de hijos exige que queramos agradarle en lo que nos disgusta, recordando lo que el Hijo amado decía de Sí mismo: Yo no he venido a hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado. Además, no sois cristiana para hacer vuestra voluntad, sino la de Aquél que os ha adoptado para ser su hija y su heredera por toda la eternidad».''
Para conseguir esa perfecta sumisión que requiere la fidelidad de hijos, san Francisco de Sales nos pide, no sólo aceptar enteramente la voluntad de Dios, aunque sea con repugnancia'', sino también amar en todo acontecimiento, y ejercitarnos en amar su santísima y amabilísima voluntad. «Hay que amar la santísima voluntad de Dios en las pequeñas y en las grandes ocasiones», escribía. Y también: «Os aconsejo que os ejercitéis mucho en amar la amabilísima voluntad de Dios». ''Y cuando esa voluntad sea para nosotros dolorosa, nuestra fidelidad, lejos de desmentirse, estrechará los lazos de amor que nos unen a Cristo crucificado. «¿Qué mejor bendición puedo desearos que la de ser fiel a nuestro Señor en medio de las adversidades de toda clase que os rodean? Porque siempre que os recuerdo, siento fervientes deseos de que avancéis en el amor de Dios. Amadle mucho, querida hermana, cuando os retiréis para orar y adorarle; amadle cuando le recibís en la sagrada comunión; amadle cuando inunde vuestro corazón de consuelo; pero, amadle, sobre todo, cuando lleguen las preocupaciones, las molestias, las sequedades del alma, las tribulaciones; porque así os ha amado Él en el paraíso y aún os ha demostrado más amor en medio de los azotes, los clavos, las espinas y las tinieblas del Calvario».
El propio san Francisco ponía en práctica la doctrina que enseñaba, y amaba la voluntad de Dios «en las pequeñas y en las grandes ocasiones». ¡Las «pequeñas» le llovían en su ministerio pastoral! «Os suplico que recéis mucho por mí.
Es increíble lo que me agobia y oprime un cargo tan grande y difícil». «No son ríos, son torrentes, los asuntos de esta diócesis». "«Seguramente no hay otro obispo en cien leguas a la redonda que tenga tal cantidad de asuntos como tengo yo» Este tumulto de asuntos no le dejaba tiempo para abrir sus queridos libros y descansar un poco mediante el estudio. «Estoy en continuo desasosiego por la variedad de asuntos de esta diócesis, sin tener ni un día para poder ocuparme de mis pobres libros, que tanto he querido y que no me atrevo a seguir amando, por temor de sentir pesar y amargura por haberme visto obligado a separarme de ellos».
¿Y qué era lo que absorbía su precioso tiempo. «Son infinidad -nos dice- las pequeñas nimiedades que la vida me obliga a resolver cada día, que me cansan y enojan y me hacen perder el tiempo». Además, las cartas de dirección espiritual eran un trabajo adicional que cada vez le abrumaba más. «Acaba de llegar el Sr. Miguel con un número enorme de cartas, a las que, ¡oh Dios mío, tendré que responder! Lo iré haciendo en mis ratos libres». ¡Vana esperanza! Los ratos libres no llegaban, y las esperadas respuestas tenía que redactarlas a toda prisa.
«Os estoy escribiendo sin tiempo porque tengo la habitación llena de gente que me reclama». «Estoy tan agobiado por mil impedimentos, que no puedo escribiros cuando quiero». «Os escribo a toda prisa, pero quiero contestar a las dos preguntas que me hacéis, pues sé muy bien que no tendré ocasión de hacerlo más sosegadamente, ya que estoy destinado a tener que correr siempre».
«Os escribo deprisa, como casi siempre, debido a la multitud de asuntos que me agobian»." «De haber tenido más tiempo, os hubiese escrito más ordenadamente, pero siempre escribo a retazos, cuando tengo un rato libre». Y bendecía a Dios: «¿Qué importa me moleste yo con tal de contribuir algo a la salvación de las almas?».
Nos descubre que el secreto de su serenidad en su abandono a los designios divinos, reside en la simple aceptación de todas las cruces que la mano de Dios nos envía: «La Cruz es de Dios, pero es Cruz porque no nos abrazamos a ella; puesto que, si estuviéramos firmemente resueltos a querer la que Él nos envía, dejaría de ser cruz. Es Cruz porque no la queremos, pero si es de Dios, ¿por qué no la queremos?». «La Cruz es de Dios, y no debemos sólo mirarla, sino conformarnos con ella, como haríamos con una persona con la que nos viéramos obligados a convivir. Sin pensarlo más, hay que cargar con ella dulcemente, tomando las cosas con sencillez, como venidas de la mano de Dios, sin más reflexiones. Desnudez y pura simplicidad de espíritu».
"Es cierto que la Cruz puede estremecer nuestra carne, sin que, por ello, deje de exultar nuestro espíritu. Ese es el sentimiento que expresaba san Francisco de Sales a la Sra. de Chantal la víspera de comenzar una visita pastoral, que prometía ser rica en mortificaciones. «Me ha detenido una serie de asuntos urgentes, querida hija, y ahora parto para esa bendita visita, en la que preveo que en cada esquina me esperan cruces diversas. Mi carne se estremece, pero mi corazón las adora. Sí, yo os saludo, pequeñas y grandes cruces, espirituales o temporales, exteriores o interiores; saludo y beso vuestros pies, yo, indigno del honor de vuestra sombra». Porque él no quiere sino lo que Dios quiera, y no ama más que su voluntad. A esto se dirigen sus exhortaciones: «No queráis más que lo que Dios quiera para vosotras; abrazad con amor los acontecimientos y las diversas manifestaciones de su divina voluntad, sin distraeros en ninguna otra cosa»."
«¡Oh, qué felices seríamos si no nos preocupásemos de lo que hacemos o sufrimos, sino únicamente de que estamos cumpliendo la voluntad de Dios, y ella fuera todo nuestro contento! Es grande y perfecta sencillez no detenerse voluntariamente sino en solo Dios».
" Amar la voluntad de Dios en las pequeñas contrariedades cotidianas es señal de que un alma está desprendida de sí misma, pero conservar ese amor y practicarlo, para enraizarlo en nosotros, cuando llegan acontecimientos que desgarran el corazón, supone haber abandonado toda nuestra voluntad en la de Dios. La Sra. de Boisy había confiado su hija menor, Juana, a la Sra. de Chantal. Ésta la acogió encantada en Borgoña y velaba con gusto por su educación. De improviso, una rápida enfermedad se llevó a la niña. Tenía catorce años y era hermana de san Francisco de Sales...
Es fácil comprender que la baronesa se sintiera a punto de enloquecer; en su enorme angustia, había pedido al Señor que se la llevase a ella o a alguno de sus hijos, pero que salvase a la joven. El obispo, afectadísimo por esta muerte, escribió en una carta a la Sra. de Chantal manifestando su pena y su resignación:
«¡Ay, hija mía!, soy tan humano como cualquiera. Nunca hubiera creído que mi corazón se conmoviera tanto, pero la verdad es que la pena de mi madre y la vuestra han contribuido mucho a mi dolor, porque he temido tanto por vuestro corazón como por el suyo. Pero por lo demás, ¡viva Jesús! yo estaré siempre conforme con la divina Providencia, que todo lo hace bien y dispone las cosas del modo mejor. Esta niña ha tenido la suerte de haber sido arrebatada del mundo para que la malicia no pervirtiera su corazón, y de salir de este sucio mundo sin mancharse. Las fresas y las cerezas se recogen antes que las peras y las manzanas porque maduran antes. Dejemos que Dios recoja lo que ha plantado en su huerto; Él todo lo coge en su momento oportuno. Podéis imaginar, querida hija, lo que amaba a esa niña. Yo le di la vida para su Salvador, pues con mi propia mano la bauticé hace unos catorce años; fue la primera criatura con la que ejercí mi sacerdocio. Yo era su padre espiritual y esperaba sacar un día algo bueno de ella; y lo que aún me la hacía más querida (y os digo la verdad) es que era vuestra.
Sin embargo, mi querida hija, en ¡ni corazón de carne, al que tanto duele esta muerte, experimento cierta suavidad y paz, como un dulce reposo de mi espíritu en la Providencia divina, que llenan mi alma de un gran gozo en medio de la pena». Si el obispo, a pesar de su extremo dolor, permaneció dulcemente resignado, ¿cuál fue la reacción de la Sra. de Chantal ante esta desgracia?
«Explicadme, querida hija -le preguntaba san Francisco- qué queréis decir cuando me escribís que en esta ocasión os habéis visto tal como sois. Decidme, os ruego: ¿es que nuestra brújula no ha tendido siempre a su hermosa estrella, a su astro santo, a su Dios? ¿Qué ha hecho vuestro corazón? ¿Habéis escandalizado a quienes os han visto en este trance? Decídmelo francamente, porque no apruebo que hayáis ofrecido vuestra vida ni la de ninguno de vuestros hijos a cambio de la vida de la difunta. No, querida hija, no sólo hay que aceptar que Dios nos hiera, sino que sea en el lugar que le plazca; hay que dejar la elección a Dios, porque es a Él a quien corresponde.
David ofrecía su vida por la de su hijo Absalón, pero fue porque moría para su perdición; y en ese caso sí debemos suplicar insistentemente a Dios. Pero en las pérdidas temporales, querida hija, dejemos a Dios que toque y pulse la cuerda de nuestro laúd que Él prefiera; siempre logrará un sonido armonioso. ¡Señor Jesús!, sin reservas, sin un `si...', sin un `pero', sin excepciones, sin limitaciones, que se cumpla vuestra voluntad sobre el padre, la madre, la hija, en todo y siempre. No digo que no tengamos que desear y rogar que nos los conserve; pero decir a Dios: dejad esto y llevaos lo otro, eso, querida hija, nunca debemos hacerlo. Y no lo haremos, ¿verdad? No, hija mía, con la gracia de Dios no lo haremos».
"Y no le basta esta resignación a la divina voluntad. Exige más del alma generosa a la que sueña con llevar a la más alta santidad. La baronesa no sólo tiene que adorar la voluntad de Dios en las cosas más insoportables, sino quererla y amarla por encima de todo. Le pide, por ello, que haga un examen particular sobre este punto una vez por semana. «Creo ver en vos, mi querida hija -le dice, un corazón vigoroso, que ama y quiere con ardor; cosa que mucho me agrada, porque ¿para qué valen esos corazones medio muertos? Pero debemos hacer examen particular, una vez por semana, sobre la forma de querer y amar la voluntad de Dios con más fuerza, o, más aún, con mayor ternura y amor que a ninguna otra cosa en el mundo; y eso no sólo en las ocasiones fáciles, sino también en las más difíciles...».
Sin duda, es preciso que la pura luz de la fe ilumine semejantes simas, para que nos sea posible llegar hasta ellas. «Es verdad, hija mía, que es ésta una lección muy elevada, pero Dios, que nos la enseña, es el Altísimo. Tenéis, hija mía, cuatro hijos, un padre, un suegro y un hermano querido; y, además, un padre espiritual. A todos los queréis mucho, y ello es meritorio, porque Dios lo quiere. Pues bien, si Dios os lo arrebatara todo, ¿no tendríais bastante con tenerle a Él? ¿Verdad que estáis de acuerdo?».
Francisco de Sales había prometido a su querida hija, «escribirle con algún detenimiento sobre la obediencia y el amor a la voluntad de Dios», en cuanto tuviera tiempo. No habían pasado tres meses desde la muerte de Juana de Sales, cuando la Sra. de Chantal recibió estas líneas del obispo: «Tenía muchos deseos de escribiros algo sobre el amor a la voluntad de Dios... Cuando paseéis sola, o en cualquier otro momento, pensad sobre la voluntad general de Dios, por la que Él quiere todas las obras de su misericordia y de su justicia tanto en el cielo como en la tierra, o bajo la tierra. Y, con profunda humildad, aceptad, alabad y luego amad esta voluntad soberana, santísima, justísima y buenísima. Después, contemplad la voluntad especial de Dios, por la que Él ama a los suyos y obra en ellos mediante consuelos y tribulaciones.
Os será preciso saborearla, considerando la variedad de consuelos y, sobre todo, de tribulaciones, que sufren los buenos; y, enseguida, con humildad grande, aceptad, alabad y amad toda esa voluntad.
Pasad luego a considerar esa voluntad en vuestra persona concreta, en todo lo que os sucede, bueno y malo, y en todo lo que pueda sucederos, excepto el pecado; después, aceptad, alabad y amad todo ello, reiterando el deseo de honrar, querer y adorar por siempre jamás esta santa voluntad, poniendo a su disposición y entregándole vuestra persona y la de todos los vuestros, uno de los cuales soy yo.
Y, por último, terminad con una gran confianza en esa voluntad, que todo lo hará para nuestro bien y felicidad». Olvidemos que estas líneas fueron dirigidas a la baronesa de Chantal. Digamos que el obispo las escribió también para nosotros. Y volvamos a leer esa página admirable, tanto por el dinamismo de las ideas y el sobrio vigor de su estilo, como por el hálito que rodea a esas estrofas, cuyo estribillo nos prosterna por tres veces en la adoración de la voluntad divina, haciéndonos aceptarla, alabarla y amarla, y nos lleva, en fin, más allá de esta aceptación amorosa, hasta lograr la entrega absoluta de nosotros mismos y de todos los nuestros a esta voluntad soberana.
¿El alma que se entrega sin reservas a merced de Dios, podrá sentir temor? No. Muy al contrario, se llenará de un sentimiento de gran confianza en la bondad de un Padre que todo lo hará bien, porque quiere nuestra felicidad. Este ejercicio debe producir en nosotros una disposición permanente, un estado del alma. Por ello, el obispo aconseja a la baronesa que «lo acorte, que lo varíe», como le resulte más conveniente.
Entonces surgirá un latido y como un grito espontáneo, que brota cien veces al día de un corazón total y amorosamente sometido a la santísima voluntad de Dios. «Ya casi os he dicho todo lo necesario -concluye su carta el obispo-, pero quiero añadir que, cuando hayáis hecho dos o tres veces este ejercicio de la manera que os digo, podéis acortarlo o variarlo, adaptándolo como mejor os parezca, pues hay que clavarlo en el corazón, como un impulso».
''Esto supone, evidentemente, largos y perseverantes esfuerzos, porque la naturaleza se resiste y se rebela ante tales renuncias. Francisco de Sales confiesa que también él quisiera ser más dócil: «Que se haga su divina voluntad», escribe. Y, añade: «Yo quisiera ser aún más dócil para humillarme ante esta soberana Providencia, y no sólo doblegar mis afectos a los designios de Dios, sino además amar tierna y afectuosamente su sagrada voluntad».
Pero escuchad esta confidencia: «Debo haceros una pequeña confidencia: no hay persona en el mundo que tenga un corazón más tierno y afectuoso para sus amigos, que yo, ni que sienta más las separaciones. Sin embargo, tengo en tan poco la vanidad de esta vida nuestra, que nunca me vuelvo a Dios con mayor amor que cuando me hiere, o permite que me hieran.
Hija mía, dirijamos nuestro pensamiento hacia el cielo y nos libraremos de los accidentes de la tierra». El corazón de san Francisco de Sales está totalmente penetrado de amor a la voluntad divina. A ejemplo suyo, y siguiendo sus enseñanzas, esforcémonos en amar la voluntad de Dios. Entonces gustaremos la suprema felicidad. «¡Oh, qué felices son las almas que viven sólo de la voluntad de Dios! Si al saborearla un poquito, con una consideración pasajera, siente tanta paz interior el corazón que acepta esta santa voluntad, con todas las cruces que ella presenta, ¡cuál no será la paz que experimenten las almas totalmente sumergidas en la unión a esta santa voluntad!''.
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