El “Triduo Sagrado de la Pascua”, es decir de la “Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús”, es el momento culminante del año litúrgico; no es simplemente un recuerdo histórico, sino la celebración del amor de Dios, ayer, hoy y siempre, por todos nosotros. El Triduo Pascual comienza con la misa vespertina del Jueves Santo, o de la Cena del Señor.
San Juan no narra en la última cena la institución de la eucaristía, sino la cena con sus discípulos, antes por supuesto de la gran fiesta de la Pascua.
Jesús sabe que su hora ha llegado, la de pasar de este mundo al Padre. En esa hora, Jesús nos ama hasta el extremo; es su muerte en la cruz, y es también el sacramento o memorial que nos deja: su cuerpo y su sangre; la eucaristía.
Durante la cena Jesús realiza un gesto cargado de profecía: se levanta de la mesa y se pone a lavar los pies a sus discípulos, algo que era misión de criados o esclavos en las casas. Jesús lo hace como gesto de acogida, de amor y de servicio.
Después de la Resurrección de Jesús, los discípulos comprendieron que con ese gesto Dios se revelaba como servidor; ese es su verdadero rostro, en contra de la tradicional concepción de Dios y de su relación con el hombre y de los hombres entre sí. Jesús revela a los suyos que Dios es Padre, que ama, que sirve, que da la vida.
Quiere hacerles entender que la entrega de la vida es un acto humilde de servicio fraterno, y quiere que sus discípulos lo comprendan. Su mensaje y su testimonio al morir no es de buscar privilegios, sino servir;lavarse los pies los unos a los otros.
Y ese servir, y ese lavar los pies, puede llegar hasta la entrega de la vida. Lo mismo que expresa la institución de la eucaristía. Jesús nos amó hasta el extremo, se entregó por nosotros y nos dejó su “cuerpo” y su “sangre”. Y así como Él nos ha dado ejemplo, así quiere que nosotros sus discípulos lo hagamos todos los días.
Contemplemos a Jesús lavando los pies a sus discípulos; que su ejemplo nos mueva a realizar gestos de fraternidad verdadera y cálida con todos y a cada momento, y así salir de una rutina espiritual que poco bien nos hace. Imitemos a Jesús que ama y sirve s sus hermanos.
Es la gran lección que el Jueves Santo la Iglesia nos invita a aprender y a practicar. Es un llamado a que la fraternidad de la que tanto hablamos y escribimos, sea verdadera, no fingida, que se traduzca en acogida, en amor y en servicio fraternal.
Y, por favor queridos hermanos: no sigamos hablando de ir a visitar monumentos. Lo que encontramos en nuestros templos es el altar de la reserva del Santísimo. Es la Eucaristía, es el cielo en la tierra. Oremos, adoremos, demos gracias a Jesús que se queda con nosotros en su cuerpo y en su sangre.
Padre Carlos Marín G.
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