La “Revolución Tranquila”
Nos alegra el desarrollo tecnológico que ofrece tantas posibilidades al hombre actual; las comunicaciones han ido generando rasgos nuevos a la forma de ser y de…
Estamos viviendo un cambio cultural sin precedentes. Sobre el particular hay diversos análisis y pronósticos, que no siempre coinciden ni son totalmente creíbles. A primera vista no se ve quién guía este cambio; parece que obedece a sus propias dinámicas y que no logra tampoco escapar a sus efectos perversos.
Nos alegra el desarrollo tecnológico que ofrece tantas posibilidades al hombre actual; las comunicaciones han ido generando rasgos nuevos a la forma de ser y de situarnos en el mundo; tenemos grandes e inéditos recursos para la integración e interacción de todos los países e instituciones del mundo.
Hay un gran afán de conquistar la libertad, la más noble de todas las capacidades humanas; en este campo, se han logrado avances no pequeños pero se han desencadenado también nuevas formas de esclavitud personal y colectiva. Se pretende una ética mundial, hecha por consenso, y un estado laico, en el que Dios ya no se necesita. Se busca tener diversas formas y modelos de “familia”, para que las “parejas” puedan tener a su gusto el placer del sexo. Se exigen calidad de vida sin ningún sentido trascendente, derechos individuales sin ninguna norma, tolerancia acrítica frente a la diversidad cultural.
La expresión “revolución tranquila” se ha usado para describir el proceso de secularización de Canadá. Hoy vemos, por todas partes, esta transformación silenciosa que va cambiando los principios, los valores y el comportamiento de los pueblos. Constatamos que todo está en movimiento, pero no analizamos qué está pasando, hacia dónde vamos y qué debemos hacer. Todos los adelantos de la ciencia y los logros de un proceso social deben alegrarnos y comprometernos en una permanente cooperación. Pero, igualmente, debemos estar atentos a ciertas realidades y procedimientos que trae este cambio y que preocupan.
El capitalismo se ha corrompido por la codicia desenfrenada de ciertos grupos económicos, cuya voracidad los ha llevado incluso a operaciones suicidas que atentan contra los fundamentos mismos del sistema. El hedonismo se ha vuelto casi el único objetivo de la vida; los valores y deberes caen ante el compromiso prioritario con lo cómodo y placentero. El relativismo ha dejado en la incertidumbre la verdad y el bien, para que cada uno haga sus opciones como mejor le parezca renunciando a todo criterio objetivo y a toda norma aun natural.
El individualismo nos aísla y disgrega, mientras concentra a cada uno en un amor propio excesivo que no admite ni contradicciones a sus propósitos ni compromiso con causas solidarias. Por eso, la corrupción cunde y se infiltra en los corazones y en las instituciones; la inequidad social se acentúa de modo amenazante; la agresividad se vuelve el medio más eficaz para conseguir cada uno lo que se propone; el abandono de Dios coincide con la idolatría del dinero que promueve la sociedad de consumo; la superficialidad se convierte en el estado normal de la vida y la angustia la consecuencia más común de todo lo anterior.
El cambio es un dinamismo indispensable para el crecimiento de la humanidad. Cada generación tiene que dar un paso hacia delante y allá, en último término, se dirige todo lo que vivimos. Pero los resultados son mejores y se dan sin traumas si nos hacemos conscientes del camino y dirigimos la marcha. No podemos permitir que por buscar su bienestar y libertad, la humanidad ensaye un proceso de autodestrucción. Ahí estriba, desde cierto aspecto, la misión que debemos asumir todos en la Iglesia: transmitir la sabiduría y la fuerza del Evangelio para que acrisole y perfeccione lo mejor de la persona humana hacia el futuro.
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