La incesante migración colombiana
En los últimos años Colombia se ha destacado mucho por la atención dada a los inmigrantes venezolanos que, por millones, han llegado huyendo de una dictadura atroz, cuya arma principal, como en todos estos sistemas de gobierno, es hacer sufrir hambre a las personas para que abandonen su territorio o simplemente para que mueran.
En el gobierno pasado del presidente Iván Duque se tomaron decisiones muy importantes para hacer todo lo posible para que los ciudadanos de aquel país encontraran algún alivio en Colombia. En este sentido, Colombia tuvo una respuesta muy superior y mucho más generosa que países ricos que, se niegan a desplegar toda su capacidad y sus recursos para quienes quedan sin patria dónde habitar.
Sin embargo, mientras se tiende la mano al extranjero necesitado, y se debe seguir haciendo, no pocos ciudadanos de Colombia han tenido que emigrar por muy distintos motivos: violencia; despojo; pobreza; o simplemente por no verle futuro a su vida en Colombia, dadas tantas y tantas circunstancias que han hecho de este país una nación desconcertante para propios y extraños.
Y entre quienes abandonan el país también hay un número considerable de personas muy bien preparadas académica y laboralmente, lo cual hace que la pérdida de la nación sea aún mayor. Tal vez esta emigración no sea tan catastrófica ni tan numerosa como la que se ha dado en Venezuela en los últimos años, pero es imposible negarla, como tampoco sus consecuencias.
Según algunas fuentes oficiales, alrededor de 5 millones de colombianos podrían estar hoy viviendo en otras naciones. Algo así como el 10% de la población colombiana, ni más ni menos. Esto indica claramente que no se trata de un fenómeno aislado ni momentáneo. Refleja sin sombras que vivir en Colombia no es el deseo de millones de colombianos.
Quizás a muchos de ellos ha terminado por espantarlos, sobre todo, esta extraña sensación de que los violentos, los corruptos, los guerrilleros, los narcotraficantes y el atracador callejero parecen gozar de muchas ventajas, mediaciones, tratos benignos, una y dos y tres oportunidades, mientras al ciudadano del común no le queda más remedio que romperse el espinazo para llevar el sustento a su casa, aunque a veces ni siquiera eso logra.
Esto es clarísimo: en Colombia se ha vendido la idea de que el delincuente tiene muchísimas ventajas que no tiene el ciudadano de bien, por lo que este último opta por abandonar la tierra que lo vio nacer.
Emigrar es en general un drama. Es dejar la tierra, es romper de hecho con la familia, es perder la lengua propia para no ser más discriminado, es caer en manos de cualquier persona o de autoridades déspotas que hunden aún más al que huye de su propia tragedia. Emigrar es tratar de ser recibido en otra sociedad que quizás no lo quiere ni necesita, es abrirse paso en condiciones muy complejas y casi siempre es en medio de una soledad impresionante a la cual el temperamento latino le tiene pavor.
En fin, Colombia, mientras abre sus puertas, así sea de paso, a quienes huyen de patrias injustas, y así hace bien, desatiende su puerta trasera por la cual están escapando miles de sus hijos.
Bien vale la pena, incluso desde la Iglesia, comenzar a reflexionar a fondo sobre este fenómeno de la emigración colombiana y no seguir mirando para el otro lado como si fuera algo normal o voluntario. O, peor, como si nada estuviera sucediendo.
Sin duda el dique para la emigración es que el país sea medianamente vivible, que la gente honesta y de bien sea a quien primero se atiende y a quien primero se dirigen todos los recursos humanos, económicos, materiales, espirituales disponibles y no a quienes han querido destruir el orden social. En este campo, como en tantos otros de la vida nacional, conviene revisar la lógica con que se actúa, las prioridades establecidas y recordar que la caridad comienza por casa. Cada colombiano que deja su país es un grito de derrota para una nación que es incapaz de ser casa para todos.
Fuente Disminuir
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