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En vasijas de barro

10 de septiembre de 2018

Con dolor y angustia, la Iglesia y el mundo están viendo que ese gran tesoro, el sacerdocio de Cristo, porque no es otro, se ha visto puesto en peligro por las vasijas…

Nunca, en tiempos recientes, el sacerdocio de la Iglesia católica había estado en una situación tan precaria como la que ahora se está viviendo. Son conocidas de sobra las razones del estado actual de las cosas y no se hace necesario repetirlas. En lo que quizás sí hay que insistir una y otra vez, y también repetidamente, es en la naturaleza del mismo sacerdocio y de quienes han sido llamados a dicha vocación. Y comencemos por acudir al apóstol Pablo para ver de lleno el contraste inmenso que hay entre el don que Dios ofrece y la persona llamada a ser su portador. Dice Pablo: “… tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros”. Con dolor y angustia, la Iglesia y el mundo están viendo que ese gran tesoro, el sacerdocio de Cristo, porque no es otro, se ha visto puesto en peligro por las vasijas que lo llevan, los sacerdotes concretos, que en no pocas ocasiones se han roto y no han soportado bien el peso del don divino.

Insistamos, entonces, en el origen del sacerdocio: la persona misma de Cristo. De allí viene y su único modelo válido es el mismo Señor y la forma como cumplió su misión. El sacerdocio de la Iglesia no se perfila en las encuestas de opinión ni en los innumerables escritos de teólogos o sociólogos que se dan a diario. Y tampoco se perfila en lo que cada sacerdote quiere hacer de su vocación. Cada vez que la crisis toque a la puerta de un sacerdote o de los sacerdotes como cuerpo apostólico, la única solución es volver a mirar a Cristo para beber de Él como de la fuente. Benecito XVI definió la vida de Cristo como una vida para Dios y para los hombres. Y esa es la misma ruta de realización del sacerdote: hombre que vive enteramente para Dios, se consagra a Él, vive y muere para Él y todo esto a través de la entrega y servicio a los hombres y mujeres que Dios pone en su camino. Si el sacerdocio no es esta entrega total a Dios y a los hombres, se dan otras entregas que le quitan fuerza al ministerio, si es que no acaban por diluirlo totalmente.

Sería un error inmenso que en las épocas de crisis se buscara la solución, no en la visión de fe del sacerdocio, sino en la simple humanidad del mismo. Porque en esta búsqueda exhaustiva de la condición humana del sacerdote simplemente se termina por sobreponer la realización personal a la voluntad divina sobre la persona del elegido. Y hoy en día la famosa realización personal tiende a sostener que únicamente cuenta la voluntad del individuo, sus gustos y sus pasiones. El sacerdocio es cosa completamente distinta, aunque bien vivido lleva a una realización personal que muy pocas personas tienen en su diario vivir. El sacerdocio, y más concretamente el sacerdote, está llamado a ser otro Cristo y esto en todos los aspectos: que se alimente de la voluntad de Dios Padre, que se entregue como lo hizo Cristo, que se separe del mundo para ofrecer el Reino de los cielos, que rompa toda atadura que quita la libertad de ser solo para Dios. En últimas, el sacerdocio solo se hace pleno si hay la máxima comunión de mente y espíritu y aún de cuerpo entre el hombre y Dios.

Y como se trata de un verdadero tesoro, pues hay que cuidarlo en todo momento. El mundo es muy duro hoy en día con lo sagrado y con los consagrados. Hay una fuerza como centrífuga que quisiera despojar de todo contenido sobrenatural a las personas y en buena parte esto ya es muy visible en general, como también en la vida de los sacerdotes. En nada, absolutamente nada, ayuda la mundanización del hombre sacerdote. Si alguna vez se pensó que no diferenciarse del mundo, que hacer alarde de toda debilidad, que hacerse parte de todas las vivencias que hay entre las personas produciría mayores frutos de evangelización y conversión, hoy y hace tiempo, la realidad está indicando todo lo contrario.

Cuidar el sacerdocio, tarea propia de obispos y sacerdotes, y cuidar vocacionalmente a los ministros sagrados, tarea de toda la comunidad eclesial, son retos que no dan espera. La etapa actual, etapa de prueba y purificación, es un llamado que nadie puede desconocer y de la respuesta que se dé depende que la Iglesia siga siendo, en gran medida, lo que Cristo quiso de ella cuando la fundó. Una respuesta inoportuna, de medias tintas, con razones puramente humanas y no divinas, no hará sino acercarnos más a un abismo cuyas honduras nadie puede siquiera sospechar.

 

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