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La autoridad en tiempos emotivos

4 de junio de 2023
Imagen:
de referencia - create.vista.com
*Aceprensa - Gregorio Luri.

La autoridad no está de moda. Eso no significa que no la necesitemos, sino que no es de buen tono reivindicarla, no vaya a parecer que somos autoritarios. Lo que de verdad nos gustaría es ser obedecidos… sin necesidad de mandar.

El periodista británico John Langdon-Davis cuenta en su Behind the Spanish Barricades que los anarquistas españoles de los años treinta eran partidarios de sustituir su odiada coacción por “la persuasión forzosa”; por eso, aunque renegaban de la disciplina, exigían “una mejor organización de la indisciplina”.

“Maestra, ¿tenemos que hacer hoy, otra vez, lo que queramos?”, le preguntaba en una ocasión una alumna a una profesora decidida a imponer la no directividad, porque era partidaria de respetar el supuesto derecho del niño a conquistar la felicidad por medio de su libertad.

Quienes critican tanto la disciplina de la contención como las rutinas impuestas, suelen creer que hay algo así como una disciplina auténtica que brota espontáneamente del alma de quien reflexiona autónomamente sobre sí mismo. Deberían observar un poco más de cerca la realidad, porque la contención puede expresar un autodominio loable en una persona de cualquier edad y las rutinas (higiénicas, alimentarias, de sueño, etc.) contribuyen a la estabilidad psíquica y emocional del niño, al proporcionarle experiencias de orden contra el caos.

El amor es una moneda de dos caras. Una es la de la aceptación del ser amado por ser quien es. La otra es la de la exigencia al ser amado para que esté a la altura de quien es. Cada cara de la moneda corrige los excesos de la otra. No negaré que no siempre es fácil mantener la moneda en equilibrio sobre su canto. A veces cae de un lado y a veces de otro. Pero la aceptación del otro sin exigencia degenera fácilmente en indulgencia; así como la exigencia sin aceptación suele degenerar en frustración.

 

El amor no se conforma con mensajes de autoayuda. Por eso admiramos a los padres que ayudan a sus hijos a crecer competentes frente al riesgo.

 

He decidido escribir sobre estas cuestiones tras recibir el regalo que me ha hecho una amiga francesa. Se trata de su cuaderno escolar de cuando tenía once años, en el curso 1959-1960. En la primera página me he encontrado con el siguiente texto escrito con magnífica caligrafía: “La escuela desarrolla nuestra inteligencia, forma nuestra conciencia y nuestro carácter y hace de nosotros hombres de bien”. Después, al pasar las páginas, me he encontrado con perlas como estas:

“Hay que hacer cada día un esfuerzo para ser un poco mejor que el día anterior. Coraje”.

“Vete a donde quieras, que allí te encontrarás con tu conciencia”.

“El bien no tiene siempre recompensa. Hay que hacer el bien por el bien, no por la recompensa”.

“Todo en la vida está sujeto a deberes. Serles fiel: aquí está el honor. No respetarlos: aquí está la vergüenza”.

Podemos pensar que esta es una retórica caducada, propia de otros tiempos más austeros, pero las pruebas internacionales constatan que los mejores resultados escolares los obtienen los niños que acuden a lo que una de estas pruebas (PIRLS 2016) denomina “Safe Schools”, es decir, escuelas sin problemas de disciplina. Además, los mejores lectores, sea el que sea el país que consideremos, van a escuelas en las que los profesores enfatizan el éxito académico.

Suelo defender la importancia de la autoridad familiar con tres razones elementales:

1. El niño necesita aliados fuertes para luchar contra los monstruos que hay siempre debajo de la cama.

2. Lo que forma al niño es la elevación de su mirada hacia los ojos de sus padres, no al revés.

3. El niño posee de manera natural mucha más energía que sentido común para controlarla, por lo cual, si alguien tiene que suplir con su sentido común las carencias del niño, es el adulto.

Las tres razones me sirven también para defender la autoridad en la escuela:

1. El alumno necesita aliados fuertes para combatir sus errores e inseguridades.

2. El alumno necesita para formarse que alguien que merezca su respeto le ayude a visibilizar de manera creíble lo mejor que puede llegar a ser.

3. El profesor necesita dosis ingentes de sentido común para suplir las carencias no de un niño, sino de los muchos niños que tiene en clase.

La persona educada es aquella que dispone de recursos para –como decía una de nuestras místicas, sor María Jesús de Ágreda– elevarse a sí sobre sí. Pero este ejercicio es imposible si no disponemos de la luz de la mirada de un adulto que nos ayuda a crecer animándonos a confrontar nuestras expectativas razonables con la realidad.

Las épocas en las que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo se resiste a nacer son las propicias para las crisis de autoridad. Las figuras de autoridad tradicionales parecen haber agotado su capacidad para hacerse respetar y ya no pueden actuar como guías, pero aún no han aparecido nuevas figuras orientadoras. En estos momentos se corre el peligro de caer es un escepticismo generalizado. Posiblemente nos encontramos en uno de ellos, ya que hasta el mismo concepto de adulto parece haber entrado en crisis.

Un adulto era –hasta hace relativamente poco tiempo– un ser humano que, por su experiencia y sentido común acumulado (que incluía el hecho de haber pasado por su propia infancia), tenía respuestas para tranquilizar las inquietudes del niño. El niño reconocía en el adulto espontáneamente una capacidad mayor que la suya para diferenciar lo grande de lo pequeño, lo bueno de lo malo, lo seguro de lo peligroso, lo bello de lo feo, lo conveniente de lo vergonzoso, etc. Estos adultos poseían el secreto de la autoridad que, en definitiva, consiste en no defraudar.

Para el niño, el adulto era aquella persona a la que quería impresionar. Por eso reclamaba con frecuencia su atención: “¡Mira lo que sé hacer!”. El adulto era el sabio cuya aprobación sincera era una confirmación de nuestro valor.

Me da la sensación de que hoy los adultos hemos perdido autoridad ante los niños porque nos hemos cansado de ser adultos, o sea, de dar la tabarra, y preferimos elogiar indiscriminadamente todo cuanto hacen los niños, con esfuerzo o sin esfuerzo, cosa que, desde luego, es menos desagradable.

 

El precio a pagar por la elección de lo fácil es que los niños encuentran en nosotros una mirada rutinariamente complaciente. Intentamos ofrecerles un mundo acolchado, de ludoteca, sin aristas, sin dificultades contra las que puedan tropezar y, por lo tanto, con las que puedan medirse a sí mismos. En vez de dirigir altas expectativas a nuestros niños, dirigimos bajas expectativas al mundo.

 

¿A dónde pueden acudir unos niños educados en el relativismo y la autoestima en busca de respuestas importantes?

La formación del carácter ha sido sustituida por una cultura de la emotividad, que no ponga en riesgo la autoestima del niño y que, al contrario, le ayude a sentirse bien consigo mismo.

 

A mí la creciente incontinencia emocional me hace anhelar la contención y considero que más noble que la empatía, es el deber de ayudar al que te resulta incomprensible, pero necesita que le tiendas la mano.

 

El giro emocional que está experimentando la educación es un giro orbital de los adultos alrededor del frágil yo del niño. Por eso me cuesta cada vez más esfuerzo convencer a los que me quieren escuchar de que el conocimiento riguroso posee el valor de una experiencia moral.

La comprensión de un problema geométrico, por ejemplo, nos permite descubrir una verdad eterna, admirable, ante la cual no soy el medidor, sino el medido. En la escuela, la razón común enmudece ante las opiniones, competencias, emociones y, en suma, ante el yo del niño. Pero sigo creyendo que la mejor manera de cuidar de nuestra alma es proporcionándole experiencias de orden, comenzando por conocimientos rigurosos. Sigo creyendo también que en el mismo concepto de razón va implícita la idea de jerarquía y que por eso un pensamiento riguroso es más valioso que una opinión, por mucho que sea mía.

Decía Donoso Cortés que “el secreto de los crecimientos y de las decadencias de las sociedades está en el uso que hacen de los pronombres”. En la nuestra, el más usado es el “yo”, que es, según el mismo Donoso, la única palabra que se oye en el infierno.

Acabo con una anécdota que cuenta David Brooks, columnista de The New York Times, en su libro El camino del carácter. Cuando George Bush padre contendía por la presidencia de los Estados Unidos se negaba a hablar de sí mismo debido a los valores que le inculcaron en la infancia. Si un redactor incluía la palabra “yo” en sus discursos, él la tachaba automáticamente. Sus colaboradores le decían: “¡Está compitiendo por la presidencia, tiene que hablar de usted mismo!”, y lo forzaron a hacerlo. Al día siguiente, Bush recibió una llamada de su madre. “George, otra vez estás hablando de ti…”, le dijo. Y Bush volvió al redil: no más “yoes” en los discursos.

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Aceprensa
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