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La tentación de la efectividad en la Iglesia

18 de diciembre de 2021
Imagen:
cathopic.com

La Iglesia está llamada a anunciar y a disponer de todos los recursos para llevar adelante su misión. En seguimiento de este horizonte se enfrenta a dos escenarios, cuyos extremos pueden resultar nocivos: el exceso de confianza, que deriva en la quietud, versus la eficacia.

Cuando nos confiamos en que el destino de la Iglesia de­pende de Aquel que la convocó y nos justificamos en que siempre habrá un rebaño dispuesto porque “las puertas del in­fierno no prevalecerán”, caemos en un efecto de relajamiento irresponsable, en el quietismo.

Por otro lado, contrario a la pasividad, puede levantarse un fantasma igual de nocivo: la eficacia del anuncio. Peligro es todo aquello que aleja de la verdad, y es posible que tras la persecución del éxito erremos el camino.

Los recursos de los que nos servimos para implantar el Rei­no, son, a modo de estructura movible, medios y no fines: for­matos, correos, medios de difusión, convocatorias, reuniones, tablas de valoración y demás guarismos, no dicen necesaria­mente que la Iglesia realiza su misión en el mundo.

Una iglesia sometida a un espíritu del éxito corre el peligro de ubicar su propósito en la esfera de lo productivo, de lo cuantificable, de la medición, tanto del pastor como del re­baño. Por esta razón se trata de huir de una lógica, no de la esterilidad de los recursos, sino de la que se augura provechos por actuar con previsión y tiento.

El peligro real, además de la catástrofe que deja su paso, es el de caer en un corporativismo que desconoce la vida interna de la comunidad cristiana. Es verdad que nos vemos acucia­dos por una creciente urgencia de evangelizar, de una Nueva Evangelización, pero no estamos llamados a someternos, por pura tentación de logros, al mismo paradigma al que se some­te el mundo.

Cuando no se marca el centro, el equilibrio que atempera, entonces se alza el vértigo, y con él, las radicalizaciones. De apoyar el Evangelio sobre nuestra inteligencia deviene el de­clive de la caridad propiamente cristiana. En otras palabras, es necesario recentrar al hombre en la tarea evangélica, al hom­bre integral, de otra forma, tanto el que anuncia como aquel que recibe el anuncio, terminan difuminados, y la evangeliza­ción se pervierte en proselitismo.

Todos hemos visto -quizá sufrido- agentes pastorales, desde presbíteros a catequistas, sometidos al activismo, a la fatiga, al desborde, etc., actitudes peligrosas que pueden degenerar en un nocivo desaliento. Además, el sometimiento de la Iglesia al escrutinio debe ser bien discernido, de lo contrario se corre el riesgo de abrir la dialéctica incómoda entre lo que hoy somos y lo que llegaremos a ser. O peor aún, vivir en un malestar generado por lo que hoy somos y, lamentablemente, lo que no.

El anuncio del Evangelio lo hacen hombres pobres, conscientes de una precariedad intrínseca, que no abandona nunca al apóstol. El mismo san Pablo era consciente de que cuanto se había logrado lo era por la necedad, que flota sobre los discursos persuasivos. El mismo Señor envía a los apóstoles como ovejas entre lobos, en una especie de desventaja, que, al mismo tiempo, marca la diferencia, la identidad del cristiano.

Vivimos tiempos maravillosos en los que la llamada a con­versión es constante, donde Pedro alienta al autorreflexión, a una actitud renovadora. Apartarnos de cuanto contamina, por más loable que aparezca a los ojos del hombre, es siempre una obediencia al Espíritu, que todo lo purifica, y esto aplica también para la tarea que nos incumbe, porque Él conoce el verdadero destino de su barca.

No se trata entonces de caer en pietismos infértiles, pues el celo pastoral siempre es recursivo, bien ordenado y, por su gra­cia, efectivo. Es él quien hace crecer, pero quien planta; astuto como serpiente, emplea todos los recursos necesarios para que se alcance el fruto. El modelo del pastor, Jesucristo, incansable, apremia a alimentar, pero también conduce al descanso

Por: Pbro. Jesús Arroyave Restrepo, párroco en Santa María Micaela y San Mario - capellán del Liceo San José.

Fuente:
Revista Fraternidad – Vol 21
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