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LITURGIA Junio 7 ¿De verdad hay creyentes no practicantes?

4 de junio de 2020
LITURGIA Junio 7 ¿De verdad hay creyentes no practicantes?

Una vez clausurado el ciclo Cuaresma ‒ Pascua en la solemnidad de Pentecostés, el calendario de la Iglesia nos regresa al ‘tiempo durante el año’ que habíamos iniciado…

Para hacer esta transición de la Pascua a la vida pública del Señor, el calendario nos propone cuatro celebraciones que siguen a la solemnidad de Pentecostés: la Santísima Trinidad, la solemnidad del Cuerpo y Sangre santísimos de Cristo, la fiesta de Cristo Sacerdote y la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Estas fiestas nos hacen el tránsito de la alegría de la Pascua y la cotidianidad de la vida cristiana.

Celebramos en este domingo la solemnidad de la Santísima Trinidad. Es probable que esta celebración genere alguna leve resistencia motivada por la presentación del término ‘misterio’ como un desafío a nuestra comprensión. Intentemos vencer esa barrera.

En el lenguaje cristiano el término ‘misterio’ se refiere primeramente al plan o proyecto de Dios para el mundo, plan que nadie conocía, ni siquiera sabían los hombres que existía, pero precisamente Dios nos lo ha revelado por medio de Jesucristo. Así lo entiende san Pablo cuando afirma: «lo que era un misterio escondido a los siglos y generaciones del pasado, nos lo reveló Dios ahora a los creyentes» (Colosenses 1, 26).

Esta noción de ‘misterio’ la encontramos en la oración colecta de la misa de hoy: «Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de verdad y el Espíritu de la santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio». En esta oración la fe de la Iglesia confiesa que el proyecto de Dios para salvar al mundo se cumple por dos envíos: el Padre envía a su Hijo y envía al Espíritu Santo; el Hijo y el Espíritu Santo.

El envío del Hijo tiene por objeto la revelación del misterio y el envío del Espíritu tiene por finalidad la santificación. Entonces podemos comprender que el misterio ‒proyecto de Dios‒ implica dos aspectos, uno de orden intelectual: conocer lo que Dios revela; y otro de orden práctico: el cumplimiento del proyecto de Dios en la existencia de cada persona y en la historia del mundo.

De parte del ser humano se da también una doble respuesta: creer lo que Dios revela y participar del proyecto revelado. Estas dos acciones son inseparables, pues creer en Jesucristo significa empezar a vivir la vida que Dios quiere para el ser humano; de modo que no se puede creer en el anuncio del Reino que hace Jesús sin la experiencia de vivir este Reino.

Vivir los valores del Reino es acción del Espíritu Santo, esta acción corresponde a lo que el texto de la oración colecta de la misa de este domingo llama santificación. La vida cristiana es fruto de la obra de amor del Padre en la vida de un ser humano a través del envío del Hijo y del envío del Espíritu Santo.

El evangelio de la misa de hoy (Juan 3, 16-18) corresponde a tres frases de Jesús en el diálogo con Nicodemo, estas frases manifiestan lo que venimos diciendo en los párrafos anteriores acerca del proyecto de Dios para salvarnos.

Durante las últimas semanas de Pascua estuvimos leyendo la despedida de Jesús en el evangelio según san Juan, en este ambiente de despedida, el término ‘mundo’ en labios de Jesús representa todo aquello que se opone al proyecto del Reino (véase Juan 15, 18-19; 17, 14-16). Desde esta perspectiva sorprende la afirmación que leemos hoy: ‘Dios ama al mundo’. Esta paradoja nos lleva

a entender en las palabras de Jesús que el mundo tiene necesidad de ser salvado y por ello precisamente el Padre, movido por amor, envía al Hijo, para salvar al mundo.

Sin embargo, el proyecto de Dios para el mundo sólo se realiza en el creyente: «todo el que crea» en el Hijo. Creer en el Hijo es aceptar la gracia de Dios. El texto del evangelio de hoy es claro afirmando que por amor al mundo el Padre ‘da’ al mundo su Hijo. El Hijo es dado, el Hijo es don del Padre para el mundo.

El don de Dios al mundo –que es el Hijo– es quien revela al Padre. Y, ¿qué revela el Hijo? El Hijo, Jesucristo, revela el amor del Padre. La misión de Jesucristo no es condenar sino salvar y Jesucristo salva creando comunión por medio de su palabra. Este es el mensaje central del evangelio: Jesús revela el amor del Padre que se manifiesta en la vida que Él ofrece a los hombres.

Por su parte, el hombre, ante el don de Dios puede acogerlo o no acogerlo. Acoger el don de Dios al mundo en Jesús implica no perder la vida, implica salvarse. Según esta revelación, aquello de ‘creyente no practicante’ no puede darse, pues creer es aceptar la vida que Dios quiere para el ser humano. Va llegando la hora en que comencemos a entender que la práctica cristiana va más allá de asistir a unos ritos muchas veces ininteligibles o de seguir tradiciones. Creer en Jesucristo conlleva vivir el proyecto del Reino y esta vivencia es acción del Espíritu santificador.

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