LITURGIA Diciembre 3 La virtud de la esperanza cristiana para valorar la historia

Dentro del calendario de la Iglesia iniciamos un nuevo Año litúrgico con las cuatro semanas de Adviento. El término adviento corresponde al vocablo latino ‘adventus’,…
Fue a mediados del siglo III cuando la Iglesia comenzó a celebrar la fiesta del nacimiento de Jesús, e inspirada en la preparación para la Pascua, instituyó unas semanas de preparación para la Navidad; de esta forma se fue conformando el tiempo de Adviento. Actualmente este tiempo recoge esta doble perspectiva: «es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en que por este recuerdo se dirigen la mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos» (Calendario romano, 39).
La que pudiéramos llamar ‘espiritualidad del Adviento’ es una ocasión propicia para valorar la historia y el tiempo como el escenario en donde Dios está realizando el proyecto del Reino. Venimos insistiendo en que el Reino de Dios (o la salvación) en un proyecto de Dios para todo el mundo y que este proyecto ha comenzado a realizarse en la historia. En estas semanas de Adviento la liturgia de la Iglesia nos estimula para ser conscientes de este proyecto y descubrir cómo se está realizando en la historia personal y comunitaria y así valorar que nuestra historia tiene su futuro pleno en Dios. En esto consiste precisamente la virtud cristiana de la esperanza: en descubrir la historia como historia de salvación y reconocer que ella tiene su futuro pleno el Dios.
Atendiendo a la liturgia de este domingo, comencemos por advertir que la oración colecta (la oración con que se terminan los ritos iniciales de la misa) presenta el Adviento como una gracia que Dios concede a los cristianos para avivar en ellos «el deseo de salir al encuentro de Cristo acompañados de buenas obras».
En este sentido el oráculo de Isaías que escuchamos en la primera lectura de la misa (Is 63, 16b-17.19b; 64, 2b-7) recuerda que en la historia, «Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos»; quizá esto nos esté faltando en nuestros días, ‘salir con buenas obras’ para así llegar a poder reconocen el camino que conduce a la verdadera vida.
La petición de la oración colecta de la misa y la súplica del texto de Isaías se retoman en el texto de la carta de San Pablo a los Corintios (1Cor 1, 3-9) como una gracia concedida por Dios: «En [Cristo] han sido enriquecidos ustedes en todo, (…) no carecen de ningún don, ustedes que aguardan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo». Reconocemos, pues, la esperanza como el don que Dios concede al hombre para descubrir que la historia tiene su futuro pleno en Él. Hablamos de la virtud de la esperanza, aquella virtud que junto con la fe y a la caridad son llamadas ‘virtudes cardinales’, es decir, dones o gracias fundamentales –cardinales– que Dios infunde en el creyente para que crezca y madure su vida cristiana. Sin el don de Dios, que es la gracia, no se puede ser cristiano.
En el evangelio de la misa de hoy (Mc 13, 33-37) escuchamos la conclusión del discurso de Jesús sobre el final del tiempo, después de haber advertido a sus discípulos sobre el agotamiento de mundo, Jesús les recomienda insistentemente: ¡Vigilen!, No se duerman. En esta conclusión el evangelista Marcos retoma frases que nos recuerdan parábolas que hemos escuchado en los últimos domingos para animar a los discípulos en la espera del Señor. Quizá la imagen central a la
que acude el texto de Marcos para advertir sobre la esperanza cristiana es la imagen del portero: «encargando al portero que velara».
En la imagen del portero, la esperanza se propone como vigilar. En griego es el verbo ‘gregorein’ (de donde viene el nombre Gregorio) el término indica estar despierto, no dormirse, estar en ‘vigilia’. En este sentido la esperanza está lejos de ser una actitud pasiva, aquello que decimos ‘es lo último que se pierde’. Para los cristianos la esperanza nunca es una especie de resignación mantenida hasta el final.
Hemos de hablar de esperanza cristiana, así, con apellido. La vigilancia que se presenta en el evangelio con la imagen del portero implica para el discípulo acreditar el seguimiento de Jesús en la propia existencia. En el mismo contexto, dormirse está significando dejar de seguir a Jesús; para el discípulo, dormirse quiere decir pactar con las situaciones del mundo que deshumanizan, que explotan, que corrompen las instituciones. Dormirse está queriendo decir mantener un silencio cómplice ante las injusticias.
Retomamos el sentido de la espera con buenas obras que pide la oración colecta. Para el discípulo de Jesús, vigilar quiere decir tomar partido por el Reino. La esperanza, así entendida, es mucho más que contentarse con no pecar, es decidirse a favor de la ejecución del proyecto de Dios en la historia y trabajar en ello.
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