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Padres “hipervigilantes”, hijos “menguados”

11 de noviembre de 2025
Padres “hipervigilantes”, hijos “menguados”
Imagen:
de referencia - doctoradescanso.com

Por: Ana Zarzalejos Vicens / Aceprensa


El uso excesivo de pantallas se ha identificado cada vez más como un factor asociado a distintos problemas sociales, emocionales y de salud en adolescentes. No obstante, no es la única explicación del malestar que muchos jóvenes experimentan. En realidad, podría ser también una manifestación de una tendencia más amplia que marca la vida de los niños del siglo XXI: la atención constante de los adultos hacia su seguridad, tanto física como emocional.

Jonathan Haidt, autor de La generación ansiosa, es un psicólogo conocido por investigar y divulgar de forma extensa sobre los de las pantallas, especialmente las redes sociales. Haidt atribuye la crisis de salud mental de los adolescentes a la introducción del smartphone en esta etapa tan vulnerable. Sin embargo, el experto revela que hay otro elemento provocando esta crisis: el exceso de supervisión en la infancia.

“Los smartphones, junto con la sobreprotección, actúan como ‘bloqueadores de experiencias’, lo que dificulta que los niños y adolescentes obtengan las experiencias sociales encarnadas que más necesitan, desde juegos arriesgados y aprendizajes culturales hasta ritos de iniciación y vínculos románticos”, asegura.

Esto ha provocado que varias generaciones de niños nacidos a finales de los 90 y en los 2000 no transiten como deberían de la adolescencia a la vida adulta, con sus responsabilidades asociadas, advierte Haidt. Un fenómeno que también investiga Abigail Shrier en Mala terapia. Por qué los niños no maduran . Allí, la autora concluye: “Asumimos con plena fe (y sin la más mínima prueba) que una crianza más amable sólo podía producir niños mejores. ¿Acaso no debían crecer las flores entre algodones? Pero resulta que crecen mejor en la tierra”.

La obsesión por la seguridad es la respuesta a por qué la generación que tuvo sus hijos en los 90 decidió que su papel debía consistir en hipervigilarlos, y eliminar cada obstáculo en su camino, algo para lo que la tecnología se presentó como la aliada perfecta

La seguridad física, una preocupación muy contemporánea

En 2008, Lenore Skenazy, columnista del New York Sun, dejó que su hijo de nueve años cogiera solo el metro de la ciudad de Nueva York. Decidió contarlo en un artículo de opinión y la reacción fue una ola de odio y cuestionamiento a sus habilidades como madre.

No ha sido la única persona criticada hasta la saciedad por poner a su hijo en situaciones que desafían sus capacidades. En 2022, Ben Crawford fue muy cuestionado por dejar que su hijo de seis años corriera una maratón completa con él, y llegó a recibir una visita de servicios sociales. Hace pocos meses, Garret Gee, influencer de viajes en Instagram, fue también ampliamente criticado por ayudar a su hijo a su hijo de 7 años, Calihan, a saltar desde un acantilado en el Lago Powell.

La cultura del miedo que domina la crianza moderna, y que Skenazy analiza en su libro Free Range Kids, ha motivado todo un movimiento en contra conocido en su momento como Free Range Parenting y ahora llamado Let Grow, que ha conseguido incluso cambiar legislaciones en estados de Estados Unidos para dotar de más autonomía a los padres en cuestiones como la edad en la que los niños pueden salir solos a la calle, quedarse en casa sin supervisión o desplazarse solos al colegio.

“Como padre o educador, te enfrentas a una cultura obsesionada con lo que yo llamo ‘pensamiento pesimista’: pensar primero en el peor de los escenarios y actuar como si fuera probable que ocurriera”, explica Skenazy.

Esto ha provocado un descenso en el tiempo que los niños pasan jugando fuera por miedo a que sean secuestrados por un extraño (una posibilidad de entre uno de 1,5 millones), una sobrecompensación con actividades extraescolares para mantener una infancia ocupada, y una disminución en el número de niños que van solos al colegio antes de los doce años

Haidt advierte de que esto tiene riesgos a largo plazo para el niño, que necesita de esas experiencias para conocer su propio cuerpo, saber hasta dónde puede llegar y cuál es el límite. Privar al niño de peligro, es privarle de desarrollar la capacidad de analizar por sí mismo el riesgo que entraña una situación. Cualquier situación. Y justo el objetivo de educar a un niño es garantizar que sepa desenvolverse solo.

Así que Haidt lo tiene claro: “Mucho más juego, sin supervisión. Más independencia infantil. Así es como los niños desarrollan de forma natural sus habilidades sociales, superan la ansiedad y se convierten en jóvenes adultos autónomos”.

Aunque es cierto que en Estados Unidos la paternidad hipervigilante se explica, en parte, por la cultura de desplazarse en coche y por la presión que los criterios de aceptación de las universidades imponen a los alumnos desde la infancia, este no es un fenómeno ajeno a los países más mediterráneos.

En España, por ejemplo, solo el 18% de los niños juega una hora al día fuera de casa, el 70% de los niños de 8 a 12 años nunca va al colegio sin compañía y el 67 % de los niños comienzan a ir a actividades extraescolares entre los 2 y los 4 años.

Todo gracias a las noticias, la publicidad y la tecnología

“Quitando las épocas en las que hubo explotación laboral infantil y esclavos, es la primera vez que a los niños se les priva de tanta libertad”, denuncia Peter Grey, investigador y cofundador de Let Grow, en el documental Chasing Childhood, que recoge esta transformación de la niñez. “Les estamos privando de la infancia, haciéndolos depresivos y ansiosos”, insiste.

Además, las estadísticas no dan la razón a los miedos de los padres. Lo cierto es que las sociedades occidentales son seguras, las eventualidades que más temen los padres son extremadamente poco probables y, la mayoría de las veces, lo peor que puede ocurrir es que el niño experimente miedo, incomodidad o frustración, pero no una tragedia real.

Para Skenazy, hay tres factores que explican la mentalidad hipervigilante de muchos padres: En primer lugar, el auge de las noticias veinticuatro horas: la necesidad de rellenar la parrilla favoreció la transmisión permanente de los casos más morbosos (algo que ha alimentado el boom del true crime). En segundo lugar, el mercado encontró un nicho muy jugoso en los desvelos paternos, lo que llevó a la aparición de todo tipo de productos “de protección” indispensables (sin los que todos los bebés de la historia habían crecido), como rodilleras para el gateo o arneses para aprender a andar. Por último, la irrupción del smartphone permitió tener a los niños entretenidos y tranquilos a plena vista, pero también controlar todas sus conversaciones y su ubicación en tiempo real.

Y, si se quiere una hipervigilancia más aceptada socialmente y sin pantallas, no hay problema, para eso está la opción de las extraescolares. La cultura de la optimización se ha trasladado a la infancia, que es ahora vista como una etapa en la que generar currículum para la vida adulta. A los niños hay que ocuparles las horas para que estén entretenidos y, sobre todo, para descubrir al siguiente Mozart, Da Vinci o Zuckerberg.

“Les apuntamos a actividades para ver en que pueden ser excelentes; viven en una cultura que siempre tiene objetivos”, reflexionan padres y expertos en Chasing Childhood, “Un mundo que todo el rato te mide es un mundo que te provoca ansiedad”.

La seguridad emocional o cómo producir adultos que no crecen

“¿Qué es lo que estamos haciendo en nombre de la crianza?”, se pregunta en Chasing Childhood Julie Lythcott-Haims, exdecana de estudiantes en la Universidad de Stanford, que advierte que cada año la generación que entra en la universidad tiene mejores expedientes que la anterior, pero son menos hábiles a la hora de resolver problemas y tomar decisiones. Y dependen cada vez más de sus padres para todo.

Porque la obsesión por la seguridad no se agota en el plano físico. Los padres no solo quieren asegurarse de que a sus hijos no les pasa nada, no les duele nada, no están en peligro. Quieren “asegurarse” de que son felices y hacen depender toda su identidad de ello.

“La mayoría de nosotros volvíamos a casas vacías después de clase; sin embargo, en retrospectiva, ese nivel de abandono parecía justificar a todas luces una visita de los servicios sociales. Nuestros padres asistían a pocos de nuestros partidos de fútbol; pero si nosotros nos saltábamos incluso un simple entrenamiento de nuestros hijos, nos sentíamos como si los hubiéramos abandonado en una estación de autobús”, reflexiona Abigail Shrier. “Habríamos estado mucho mejor, concluimos, de haber tenido unos padres más amables e implicados”, señala.

Y así es como toda una generación de padres se convenció de que su trabajo era estar, en palabras de Skenazy, “siempre presente: animando, siendo testigo y, con bastante frecuencia, documentándolo todo”.

“La suposición detrás de la disponibilidad constante es que existen problemas a los que se enfrenta tu hijo que deben ser resueltos, de inmediato, por ti. La suposición detrás de esa suposición es que tú, como padre, eres capaz de resolver todos los problemas. Y la suposición secreta detrás de la suposición detrás de la… lo que sea, es que tu hijo es inútil sin ti. Así que, si no resuelves cada uno de los problemas, él está perdido y tú no has hecho tu trabajo”, describe la escritora.

Es decir, a medida que las sociedades se hicieron más seguras para los niños, los padres acabaron convencidos de que cualquier cosa que les pasara sería culpa suya. Ellos serían los responsables últimos de su éxito o su fracaso, así que se empaparon de un tipo de crianza basada en la validación emocional constante, en la pedagogía sin castigos y en los concursos en los que todos ganan. Y luego esos niños llegaron como adultos al lugar de trabajo y esperaban los mismos aplausos permanentes.

“Antes, os niños simplemente se veían como parte de la vida”, dice Nancy McDermott, autora de The Problem with Parenting. “Los niños eran algo que tenías, no algo que te definía. ¿Ahora? Son como boletines públicos, documentando todos nuestros éxitos y fracasos como padres. Encarnan nuestras creencias y quiénes somos”, señala.

¿El resultado? Los datos de salud mental y la incapacidad de muchos adolescentes para gestionarse en la vida diaria ya nos indican que este modelo no está siendo especialmente fructífero. Pero es que está agotando también a los padres. “Por Dios santo, estábamos cansados. Así es como sabíamos que éramos grandes padres: habíamos alcanzado un alto nivel de agotamiento”, dice Shrier.

Así que, recomienda Skenazy, “déjate ir” un poco. Pequeños cambios pueden marcar una gran diferencia: apaga la ubicación del móvil de tu hijo, o quítaselo directamente, déjale ir a por el pan, mándale en bici a casa de la abuela, deja que el mayor se encargue unas horas de los pequeños, llévale al cine a ver una película solo con sus amigos, ponle a cargo de la cena una vez a la semana, dile “lo superarás” cuando esté frustrado y pasa a otra cosa. “Se trata de conseguir niños que sean a prueba del mundo, no un mundo a prueba de niños”, concluye.

Fuente:
Aceprensa.
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