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#217016

En la Cena del Señor

24 de marzo de 2016
En la Cena del Señor

En la Misa, antes del ofertorio, quien preside lava los pies a doce personas recordando el mismo gesto de Jesús con sus apóstoles en la Última Cena, hoy  se vio al…

Hoy la Iglesia conmemora la Última Cena de Jesús con sus discípulos. De modo especial celebramos que Cristo instituyó el sacramento de la Eucaristía, donde Él se hace presente a través de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre, y el sacramento del Orden Sacerdotal.

 

Son muchos los gestos que se evocan en el Jueves Santo. Luego de celebrar la Eucaristía se expone el Santísimo (Ostia Consagrada) y se realizan vigilias de oración en signo de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, la noche antes de ser entregado a los sacerdotes.

 

1. La fe eucarística de la Iglesia

 S.S. Juan Pablo II (9 de abril de 1998) en la Misa in cena Domini, decía:

“Con su palabra, el Verbo, hecho carne, convierte el pan en su cuerpo y el vino en su propia sangre; aunque fallen los sentidos, es suficiente la fe”.

Estas poéticas palabras de santo Tomás de Aquino convienen perfectamente a esta liturgia vespertina in cena Domini, y nos ayudan a entrar en el núcleo del misterio que celebramos. En el evangelio leemos: “Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Hoy es el día en el que recordamos la institución de la Eucaristía, don del amor y manantial inagotable de amor. En ella está escrito y enraizado el mandamiento nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34).

El amor alcanza su cima en el don que la persona hace de sí misma, sin reservas, a Dios y a sus hermanos. Al lavar los pies a los Apóstoles, el Maestro les propone una actitud de servicio: “Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, siendo vuestro Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn 13, 13-14). Con este gesto, Jesús revela un rasgo característico de su misión: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27). Así pues, solamente es verdadero discípulo de Cristo quien lo imita en su vida, haciéndose como Él, solícito en el servicio a los demás, también con sacrificio personal. En efecto, el servicio, es decir, la solicitud por las necesidades del prójimo, constituye la esencia de todo poder bien ordenado: reinar significa servir. El ministerio sacerdotal, cuya institución hoy celebramos y veneramos, supone una actitud de humilde disponibilidad, sobre todo con respecto a los más necesitados. Sólo desde esta perspectiva podemos comprender plenamente el acontecimiento de la última cena, que estamos conmemorando.

La liturgia define el Jueves santo como ‘el hoy eucarístico’, el día en que “nuestro Señor Jesucristo encomendó a sus discípulos la celebración del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre” (Canon romano para el Jueves santo). Antes de ser inmolado en la cruz el Viernes santo, instituyó el sacramento que perpetúa su ofrenda en todos los tiempos. En cada santa misa, la Iglesia conmemora ese evento histórico decisivo. Con profunda emoción el sacerdote se inclina, ante el altar, sobre los dones eucarísticos, para pronunciar las mismas palabras de Cristo “la víspera de su pasión”, y repite sobre el pan: “Este es mi cuerpo, que se entrega por vosotros” (1 Co 11 24) y luego sobre el cáliz: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» (1 Co 11, 25). Desde aquel Jueves santo de hace casi dos mil años hasta esta tarde, Jueves santo de 1998, la Iglesia vive mediante la Eucaristía, se deja formar por la Eucaristía, y sigue celebrándola hasta que vuelva su Señor.

Aceptemos, esta tarde, la invitación de san Agustín: ¡Oh Iglesia amadísima, “come la vida, bebe la vida: tendrás la vida y esa vida es íntegra!” (Sermón 131, I, 1).

 “Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium Sanguinisque pretiosi...”. Adoremos este “mysterium fidei”, del que se alimenta incesantemente la Iglesia. Avivemos en nuestro corazón el profundo y ardiente sentido del inmenso don que constituye para nosotros la Eucaristía.

Y avivemos también la gratitud, vinculada al reconocimiento del hecho de que nada hay en nosotros que no nos haya dado el Padre de toda misericordia (cf. 2 Co 1, 3). La Eucaristía, el gran “misterio de la fe”, sigue siendo ante todo y sobre todo un don, algo que hemos “recibido”. Lo reafirma san Pablo al introducir el relato de la última cena con estas palabras: “Yo recibí del Señor lo que os he transmitido” (1 Co 11, 23). La Iglesia lo ha recibido de Cristo y al celebrar este sacramento da gracias al Padre celestial por lo que él, en Jesús, su Hijo, ha hecho por nosotros.

 

2. La tradición de la Iglesia sobre el sacerdocio.

SS. Juan Pablo II (9 de abril de 1998) comentaba.

 

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió” (Lc 4, 18).

Estas palabras del libro del profeta Isaías, referidas por el evangelista san Lucas, aparecen varias veces en la liturgia crismal y, en cierta medida, constituyen su hilo conductor. Aluden a un gesto ritual que en la antigua alianza tiene una larga tradición, porque en la historia del pueblo elegido se repite durante la consagración de sacerdotes, profetas y reyes. Con el signo de la unción, Dios mismo encomienda la misión sacerdotal, real y profética a los hombres que ama, y hace visible su bendición para el cumplimiento del encargo que les confía.

Los que fueron ungidos en la antigua alianza, lo fueron con vistas a una sola persona, el que debía venir: Cristo, el único y definitivo ‘consagrado’, el ‘ungido’ por excelencia. La encarnación del Verbo revelará el misterio de Dios Creador y Padre que, a través de la unción del Espíritu Santo, envía al mundo a su Hijo unigénito.

Hoy, Jueves santo, meditamos en ese acontecimiento:

Los  hermanos en el sacerdocio, nos  reunimos en torno a la mesa eucarística en el día santo en que conmemoramos el nacimiento de nuestro sacerdocio y celebramos  particularmente la  «unción» que en Cristo se hizo también nuestra. Cuando durante el rito de nuestra ordenación, el obispo nos ungió las manos con el santo crisma,  y nos convirtió en ministros de los signos sagrados y eficaces de la redención, haciéndonos  partícipes de la unción sacerdotal de Cristo. Desde ese momento, la fuerza del Espíritu Santo, derramada sobre nosotros transformó para siempre nuestra vida. Esa fuerza divina perdura en nosotros y nos acompañará hasta el final.

 

3. El amaos los unos  a los otros

Cuando el Evangelio de San Juan relata que Jesús decide lavarle los pies a sus discípulos, nos ofrece un testimonio de la vocación al servicio del mundo y de la Iglesia que tenemos nosotros los fieles.

Entre los detalles que hacen diferente a la Misa de la Celebración de la Cena del Señor a otras misas durante el año es que en esta se incluye una parte donde se lavan los pies a los apóstoles, representados por doce niños o ancianos de la comunidad.

En esta parte de la misa resalta la importancia tan grande que tiene el servicio al prójimo.

Pero antes de comenzar la Cena Cristo “... sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido” (Jn 13 3-5).

Al igual que los apóstoles, en especial San Pedro, nos quedamos asombrados, como Cristo que tiene todo el poder y que es Dios se pone al servicio del hombre. Un Dios que lava los pies a su criatura.

La realidad es que Dios mismo quiere recordarnos que la grandeza de todo cuanto existe no reside en el poder y en el sojuzgar a otro, sino en la capacidad de servir y al darse dicho servicio se da gloria a Dios. Cristo mismo ya se lo había dicho a los discípulos: “... el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del Hombre ha venido a ser servido si no a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 43-45).

Con esto queda muy clara la misión de la Iglesia en el mundo: servir. “Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13, 15). La Iglesia siguiendo el ejemplo de Cristo está al servicio de la humanidad. Por tanto todos aquellos que formamos la Iglesia estamos llamados a servir a los que nos rodean.

El amor que Dios nos manifiesta debe convertirse en servicio que dé testimonio de su presencia entre nosotros. El cristiano siguiendo el “amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15 12) debe ser como esa levadura que transforma al mundo para que este se renueve y se transforme.

 

 Escuche a continuación la homiía del señor cardenal Rubén Salazar Gómez,Haz click en el siguiente link:

 http://arquibogota.org.co/es/noticias/6832-holimia-del-senor-cardenal-en-la-cena-del-senorcatedral-primada-de-colombia.html


 

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