Historias de vida
Homilía en las exequias del P. Jaime Salazar Londoño, S.J.
Quiero comenzar agradeciendo su presencia aquí. Evidencia el afecto profundo que todos los aquí reunidos tenemos por Jaime y del que todos tenemos con Dios por su vida, la profesional y la sacerdotal, pero, sobre todo, por su amistad y cercanía.
Agradezco también se me haya invitado a hacer esta homilía. Me imagino por ser yo el actual Administrador Provincial, responsabilidad que él ocupó durante 18 años y porque durante estos últimos siete años tuve con él una relación más cercana. Hubiese sido más difícil esta tarea de no ser por la generosa ayuda que me brindó Nicolás Morales al compartirme la versión final del libro que sobre su propia vida por estos días precisamente estaba corrigiendo y que como bien lo dijo el padre Provincial en la Introducción, fue la última misión que recibió en la Compañía. Misión que como todas las que tuvo, realizó a cabalidad y con exquisito cuidado. Libro, por cierto, que recomiendo leer y que él mismo quiso subrayar más que como narcisista apología de su obra, como su contribución espiritual al desarrollo del país.
Nuestra provincia colombiana celebró el año pasado 100 años de existencia. Jaime vivió 80 de ese centenar y yo 50 (si sumo los del colegio) por lo que al devorar el texto que redactó con amenidad y fluidez disfruté plenamente dado que resulté encontrando muchos puntos de coincidencia y sintonía, que en un diálogo que nos quedó pendiente tener, hubiese disfrutado aún más. Se nos fue Jaime sin poder estar presente en el lanzamiento de su obra póstuma, pero sí con la satisfacción del deber cumplido.
Él era el ecónomo de provincia cuando entré al noviciado. Oía hablar de Chutung, pero no podía entender el porqué de ese apodo. Se me decía que era porque había sido misionero en la China y concluía que era su nombre en mandarín. No. Apenas vine a entender que era el nombre de la población que se le había asignado apostólicamente. Este detalle, como muchos otros muy interesantes, los he venido a entender al leer sus escritos o al dialogar en su momento con él.
Su liderazgo juvenil; su vocación a la Compañía y luego misionera; sus años de primicias presbiterales en la Javeriana; su rectorado en Manizales, que entre otras cosas evitó el cierre que había ordenado el survey; la transformación y modernización que logró en la administración provincial y que reconozco y públicamente agradezco todos los días porque fue hecha visionariamente; la gestión exitosa al frente del Hospital de San Ignacio y el reconocimiento que obtuvo en el sector hospitalario; sus invaluables aportes en la Fundación Social; sus años en la Gregoriana donde logró una renovación administrativa por todos reconocida y estas últimas décadas en Chapinero como rector y administrador donde, me consta también, dejó huella imborrable de su ordenado y muy cuidadoso trabajo. Jaime no podrá ser ignorado en la historia de esta Provincia al igual de tantos otros padres y hermanos, auténticos pilares que levantaron esta monumental obra que hoy tenemos.
Pero voy a tener que detenerme con esta evocación fascinante de las numerosas anécdotas de su existencia. La liturgia pide que más que una elegía del difunto se haga reflexión a la luz de la Palabra proclamada. Con gracejo decimos que no hay muerto malo y es verdad, siempre esa pascua hace alegre énfasis en la memoria de los motivos de grata recordación, pero un liderazgo como el de Jaime, es cierto también, suscitó detractores y desacuerdos: Siempre ocurre con las personas firmes y de carácter, que con pasión sacan adelante los emprendimientos encomendados. Podrán ser criticados e incomprendidos, pero finalmente habrá de reconocerse que fueron providenciales y que en las coordenadas de esta humana historia nuestra fueron oportunos y necesarios. Jaime fue un excelente administrador, pero no fue solo eso, fue, sobre todo, sacerdote y pastor, virtudes que también me constan no solo por lo que narra el mismo sino por el testimonio que muchos de ustedes, aquí presentes, podrían corroborar con creces.
El hecho es que, al decir de Pablo a los Romanos, no se muere en vano, se muere para resucitar, se muere para tener una nueva vida y una vida eterna en Cristo. Es eco profundo de lo que nos dice el evangelio y que hemos escuchado tantas veces: hay que morir como lo hace el grano de trigo, para producir fruto abundante, para obtener buena cosecha. Hay que perder la vida desgastándose en el servicio para ganarla eternamente. Es una paradoja: perder para ganar, pero es lo que le da también sentido a ese lema nuestro de en todo amar y servir, porque el amor se muestra más en las obras que en las palabras, y obras son amores que no buenas razones. Sirviendo la causa del Padre, siguiendo al Hijo, con la fuerza del Espíritu, se tendrá una recompensa maravillosa, Jaime creo que entendió bien estas operaciones matemáticas, esta inversión del 100%x1 más la vida eterna y ése fue el sentido profundo que le dio a su existencia, pues no lo hizo para sí sino para la auténtica causa del Reino.
Dejo que sea Jaime mismo, con sus propias palabras, concluya esta homilía:
"Conocí una valiosa oración que fue el faro que enfocó mi vida, escrita por el cardenal Newman. Su mensaje inspiró mi entrega a Dios, que fui reflejando a través de mi conducta, y forma de actuar como persona y sacerdote. A continuación, trascribo esta bella oración, con la que doy apertura a las memorias de mi vida.
Déjame predicar tu nombre sin palabras Jesús mío, ayúdame a esparcir tu fragancia donde quiera que vaya; inunda mi alma con tu espíritu y tu vida; penetra todo mi ser y toma de él posesión, de tal manera que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de la tuya.
Quédate en mi corazón en una unión tan íntima que las almas que tengan contacto con la mía puedan sentir en mí tu presencia y que, al mirarme, olviden que yo existo y no piensen sino en Ti.
Quédate conmigo. Así podré convertirme en luz para otros. Esa Luz, oh Jesús, vendrá toda de Ti; ni un solo de tus rayos será mío; te serviré apenas de instrumento para que Tú ilumines a las almas a través de mí.
Déjame alabarte en la forma que te es más agradable, llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras en el camino de otras almas. Déjame predicar tu nombre sin palabras: con mi ejemplo, con tu fuerza de atracción, con la sobrenatural influencia de mis obras, con la fuerza evidente del amor que mi corazón siente por Ti."
Jaime: estás con Dios. Descansa en paz, siervo bueno y fiel. Entra en el gozo de tu Señor.
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Por: José Leonardo Rincón, SJ.
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