Una oportunidad en las restricciones
Son ya agotadoras todas las indicaciones para que las personas se comporten adecuadamente durante esta pandemia. El mensaje ya está claro y suficiente. Quizás ahora sea más inteligente dedicarse a pensar cómo aprovechar lo mejor posible la vida en medio de unas restricciones que son inevitables. Y esto vale también para el campo espiritual, religioso, litúrgico. La Semana Santa, que hemos empezado a celebrar el domingo 28 de marzo, puede sacar también un inmenso provecho a esta realidad. Y lo puede hacer teniendo en cuenta que, en buena medida, los cristianos tendrán que orar en sus lugares de habitación y descanso y que las celebraciones en los templos no podrán ser de multitudes, sino de aforos adecuados a las circunstancias presentes.
Desde hace tiempo en la Iglesia hay muchos interrogantes sobre el efecto en la evangelización y en la conversión de las ceremonias multitudinarias. En verdad parece que, de esas multitudes en procesiones, convertidas en eventos culturales y en ocasiones de desorden, no pasan de tener efectos muy leves en la vida espiritual de los bautizados. En cambio, las celebraciones en las cuales hay un número menor de personas, han sido siempre una oportunidad muy importante para una oración pausada, una lectura minuciosa de la Palabra de Dios, una predicación más cuidadosa y atinada y un acercamiento a los sacramentos más consciente y vivo. Son también ocasión para crecer en el sentido de Iglesia como comunidad, no como multitud, y dentro de ella para despertar en el sentido de la misión de cada uno de sus miembros.
Este año veremos la multiplicación de ceremonias que usualmente eran únicas. Los teólogos y los liturgistas se fruncen viendo esto. Pero hasta ellos mismos entienden que en situaciones anormales, respuestas nuevas y prontas. Para los sacerdotes es una oportunidad de poder ejercer su ministerio un poco más pausadamente, sin la presión de las grandes aglomeraciones de fieles, sin las largas filas de penitentes en los confesionarios. Para los fieles bautizados se presenta el momento para velar por su fe, primero en el ámbito personal, quizás en su entorno familiar, y después en la participación visible en la liturgia de la Iglesia. Todo rodeado de menos personas y menos afanes. Si esto se aprovecha bien, a la larga la Semana Santa de este año dejará unos frutos de evangelización y conversión por mucho tiempo esperados. Se diría que la pandemia nos ofrece un ambiente donde todo debería hacerse en forma casi que personalizada y esto para un buscador de Dios, es sin duda una bendición que se ha de aprovechar al máximo.
Esta situación, que se prolongará mucho más allá de la semana mayor, debe seguir ocupando la reflexión en la Iglesia y en concreto en las parroquias. ¿Cómo seguir evangelizando, celebrando, orando, con las restricciones impuestas por la pandemia? Es inútil seguir lamentándose o añorando tiempos pasados. Las cosas son como son. Tal vez esté resonando de nuevo en la Iglesia el estilo propio de Jesús que abordaba a cada persona con nombre propio, le hablaba, le escuchaba y la invitaba al Reino. Y el estilo de creación y orientación de su primera comunidad, pequeña, que fue la de los doce apóstoles. Estos son tiempos, como otros que hubo en la Iglesia, en los que se hace necesario preguntarse cómo responder al hoy, buscando la respuesta en las fuentes que son las del Evangelio. Quizás la Iglesia vea ahora con más claridad que su misión debe caracterizarse por un trabajo muy personal, en pequeñas comunidades, con procesos largos y profundos y sin tener una preocupación obsesiva por números de multitudes que a veces no indican nada concreto sobre la hondura y eficacia de la evangelización. Dejarse guiar por el Espíritu será hoy la clave para seguir con esperanza en la tarea de sembrar el Evangelio en todas partes.
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