La Iglesia existe para evangelizar y esto se tiene hoy más claro que nunca. Lo anterior no quiere decir que no se deba hacer la pregunta acerca de lo que eso significa para el mundo actual, el urbano, el rural, el digital.
A medida que los servicios del Estado se han hecho más extensos que hace algún tiempo; que el sector empresarial asume más campos de la vida humana; que el sector de servicios responde a infinidad de necesidades de las personas; y, sobre todo, en la medida en que por los recursos digitales cada vez las personas están más capacitadas para solucionar innumerables cuestiones de su diario vivir, en esta misma medida la Iglesia tiene que volver sobre sí misma y preguntarse sinceramente qué le puede ofrecer al hombre y a la mujer de esta época.
Para obtener una respuesta adecuada será una herramienta muy útil el buen desarrollo del proceso sinodal, ahora en curso en toda la Iglesia.
Este ejercicio tiene ahora la particularidad de que ha sido planteado como una gran consulta al pueblo de Dios, como quien dice, de la base debe surgir en parte alguna luz para la misión.
El sínodo como tarea de escucha debe ser tomado muy en serio. Tal vez, cierta sequedad que se experimenta hoy en día en algunos sectores eclesiales obedezca a una frágil capacidad de escuchar a la gente, no solo en sus temores y esperanzas, sino también en sus sugerencias de acción y participación.
No se puede negar que el común de las personas, que son las que conforman la Iglesia, tiene hoy formas de ser y ver la vida que, muy posiblemente, todavía no han sido asumidas en toda la Iglesia y esto puede estar haciendo la misión como si en las últimas décadas nada nuevo hubiera sucedido en la humanidad.
Escuchar con más atención será, entonces, una primera forma de precisar la misión de la Iglesia hoy en día.
En segundo lugar, y quizás este ha sido el esfuerzo discreto, pero potente, que ha hecho el papa Francisco, se hace necesaria una nueva o renovada lectura de la Palabra de Dios.
Todos los evangelizadores están constatando todos los días cómo una lectura rígida y repetitiva de esta Palabra, sin el Espíritu que la debe acompañar, no está llegando a los corazones y a las mentes de las personas. Y la Palabra de Dios tiene cómo ser fermento de salvación y transformación en toda época y todo lugar.
Pero se requiere que quienes la transmitan estén renovados en mente y espíritu para que el anuncio en realidad, como levadura, fermente toda la masa.
Actualmente se constata que, en la generalidad de la Iglesia, la narrativa de salvación está un poco anquilosada, con una cierta preponderancia legalista y esto le ha quitado vitalidad a la comunicación del Evangelio y de la obra de Jesús.
Un repaso, ni siquiera muy profundo, de actual predicación dejará ver la necesidad de renovar la presentación del Verbo Divino al mundo y a los creyentes.
En tercer lugar, que debería ser el primero, la Iglesia, gracias a la presencia de los actores mencionados en el primer párrafo, puede y debe dedicarse con más empeño en ser, sobre todo, la palabra, la presencia, el signo visible de lo divino, del amor de Dios, en medio de la humanidad.
Que todo el que busque a la Iglesia, su predicación y sus obras, su oración y su mediación, encuentre en ella el suave amor de la santidad y la cercanía de Dios, por encima de cualquiera otra realidad. Y esto requiere volver a afinar todos los recursos que se tienen para que esto suceda de esta manera.
La oración, la celebración, la predicación, la caridad, la virtud, en fin, todo lo que se espera de la comunidad de bautizados, debe recuperar su original esplendor, para que la humanidad, al mirar a la Iglesia, al ayudar a sostenerla en todo sentido, al abrirle espacios de todo orden, pueda confiar en que ella será diligente en aportarle los bienes espirituales que Jesús ha depositado en ella para ser administrados a toda la humanidad.
Una Iglesia para el mundo de hoy deberá seguir llevándole el Evangelio, pero igualmente ha de ser capaz de caracterizar bien a sus destinatarios para poder ser en realidad fuente de esperanza y portadora fiel de la salvación de Dios.
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