La situación actual de Colombia es de máxima tensión y descontento. Poco a poco se han ido sumando diferentes aspectos de la vida nacional con un factor en común: no están funcionando nada bien. La lista es larga y bien conocida. La inseguridad ha crecido de manera alarmante y generalizada, tanto en las ciudades como en los campos. El sistema de salud, cualquiera sea la verdad de su real estado, podría caerse de un momento a otro afectando a millones de ciudadanos. El abastecimiento de agua y energía comienza a volverse problemático, no solo por factores climáticos, sino por una ineptitud total para prever y solucionar las dificultades propias de estos sectores. El costo de vida, aunque la inflación da signos de ceder un poco, es muy alto para toda la población colombiana. Las proyecciones de crecimiento de la economía son muy pobres y así no habrá posibilidad de crear nuevos empleos de calidad. Y sigue un largo etcétera.
La costumbre de la discusión colombiana consiste en buscar culpables y achacarles todos los males. Pero la tensión que hoy en día se respira en la nación tiene explicaciones claras: por una parte, un tono beligerante y ofensivo al máximo desde la Presidencia de la República y todas las dependencias del ejecutivo; sumado a lo anterior, una narrativa creada de que todo lo que hay en Colombia es malo y no produce ningún beneficio a la ciudadanía, cosa que es falsa y alejada de la verdadera realidad. Pese a todo, Colombia ha progresado mucho en los últimos años. Y la tensión se acrecienta cuando hay excesiva resistencia al cambio en todo sentido; así es imposible lograr consensos constructivos y esperanzadores. ¿Hasta dónde resiste tanta tensión una sociedad como la colombiana?
Hoy, Colombia requiere de parte de sus gobernantes, de sus legisladores, de los operadores de justicia, del sector privado bancario, empresarial, de servicios, de todas las instituciones con repercusiones en la sociedad, del sector religioso y educativo, un esfuerzo enorme para trabajar mancomunadamente por el país. Lo que ahora se ve y se siente es que cada uno está atrincherado en sus intereses, prejuicios, fuerzas y miedos. Así es imposible construir país. Y todos deben hacer frente común a quienes están en todo tipo de ilegalidad, porque no pueden seguir siendo los criminales los que impongan siempre la agenda diaria del país.
Todo el que quiera acogerse a la ley debe ser acogido para que responda por sus fechorías; de lo contrario debe sentir todo el peso de la misma. En cierta manera Colombia se encuentra en estado histérico y así es imposible hablar de nada importante, y menos lograr acuerdos para el bien común.
Y, ¿qué dice la Iglesia en medio de esta patria en tensión? La respuesta es sabida y conocida. La Iglesia ha reiterado hasta el cansancio que es necesario sentarse a escuchar y luego a hablar. Y que en esos diálogos todos deben estar representados para responder mejor a las necesidades de la ciudadanía. No está de acuerdo la Iglesia en lanzar acusaciones al aire o condenas sin fundamento y casi siempre con verdades a medias, con intereses escondidos, con propósitos oscuros. Sin embargo, la Iglesia tampoco quiere que se oculte la gravedad de las situaciones que afectan al país y la urgencia de actuar con rapidez en campos como la salud, la seguridad, la pobreza extrema, la inseguridad alimentaria.
No obstante todo, hay que serenar del Presidente para abajo y hablar de los problemas del país con realismo, buscar verdaderas soluciones, reconocer a quienes están haciendo las cosas bien y atajar a quienes están destruyendo el bienestar de la población. Lo que no debería seguir subiendo es la tensión actual, porque puede convertirse en violencia social, desplazamientos forzados, exilios, etc.
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