Lo sucedido la semana pasada en frente de la Catedral de la Arquidiócesis de Bogotá, en la plaza de Bolívar, cuando unas mujeres iracundas lanzaron algún objeto incendiario a la puerta principal del recinto sagrado, empieza a tornarse en una verdadera provocación cuyas consecuencias son impredecibles.
No es la primera vez que lo hacen. En el modo de protesta que ha tomado vuelo en el país en los últimos dos o tres años, una de las consignas parece ser atacar a la Iglesia católica, intentando quemar algunos de sus templos. La razón está clarísima: la Iglesia se niega rotundamente a callar frente a la muerte de los niños en los vientres maternos y se opone con firmeza a ello. Esta firmeza y claridad son insoportables para mujeres que no ven reparo en hacerse abortos como si de un procedimiento más se tratara en sus cuerpos. La verdad es que hay vidas de por medio y vidas indefensas. No existe ningún derecho a exterminarlas.
La Iglesia ha querido darles un manejo tranquilo a estas situaciones con llamadas al diálogo y a la protesta realmente racional y en el marco de la Constitución y las Leyes de la República. Pero, ahora aparece otro factor que es oscuro presagio, no tanto para la misma Iglesia, cuanto para todo el que no piense igual que estos grupos violentos y sobre todo para quienes se niegan a usar la violencia, el incendio, el paro, la obstrucción de vías, el saboteo: la autoridad no da signos de querer proteger al ciudadano pacífico.
Gestores de la Alcaldía de Bogotá, la Policía, el Ejército, la Defensoría del Pueblo, la Procuraduría, la oficina de atención de desastres, brillan por su ausencia en la protección de la gente pacífica hoy en día en Colombia, mientras están a los pies para entablar mil diálogos con los violentos, los que no respetan la ley e incluso las bandas delincuenciales. Nos preguntamos: ¿De parte de quién están las autoridades hoy en día? El ciudadano de a pie, las instituciones que respetan la Ley, se sienten hoy desamparados y desprotegidos.
No falta quien quiera minimizar los hechos y en el fondo darles razón a los violentos. Pero estos mismos deben saber, y ya lo experimentan, que con estos grupos no puede haber posiciones intermedias y que dar pie a un mínimo de comportamiento violento como válido y comprensible puede ser el detonantede una violencia que nadie podrá apagar después con prontitud.
Tampoco, es bueno que se siga en el desmonte pieza por pieza ni de la Policía Nacional ni del Ejército, incluso moralmente, pues esto no hará sino motivar a los violentos y radicales para aumentar sus saboteos y agresiones.
Los bomberos sostienen que un fuego desatado puede consumir hasta un metro cuadrado por minuto y cuando el fuego es de desorden social es mucho más destructivo. Jugar con candela siempre es peligroso, incluso para los que desean este tipo de actuaciones. El fuego no distingue personas.
Los templos pueden ser incendiados y reducidos a ceniza. La humanidad los vuelve a reconstruirporque añora la trascendencia y sus signos visibles. Lo que no se puede reconstruir jamás son las vidas cercenadas en el vientre materno ni la de las mujeres que se provocan a sí mismas la herida de matar a sus propios hijos no nacidos y tampoco la vida de quienes puedan morir en los incendios de templos o plazas públicas.
No se puede negar que detrás del intento de incendiar un templo hay claros deseos de causar muerte a otras personas que no piensan lo mismo, que confiesan valores diametralmente opuestos y que no están en plan de ceder para ganarse aplausos de nadie. Sea esta la ocasión de recordar que también hay un fuego eterno para quienes no respetan el mandato divino: “No matarás”. Con ese fuego nunca se debería jugar.
Fuente Disminuir
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