Fe y vida pública
Cada vez se hacen más frecuentes las manifestaciones de algunas pocas personas que se sienten molestas porque las autoridades civiles dejan ver su fe religiosa. Y aunque son pocas, logran por diversos medios que, poco a poco, se vaya construyendo una especie de censura pública a la fe religiosa y más concretamente a la católica. Esto hace parte de esas dinámicas de la sociedad actual según la cual, por respeto a algunas minorías, cosa que siempre debe darse, se acalla el sentir de las mayorías. Y en una verdadera democracia precisamente el sentir de las mayorías debe tener un espacio suficiente en la vida cotidiana pues obedece a un gran número de personas. Esto nunca debe traducirse en marginación de las minorías, pero tampoco debe suceder lo contrario.
El pueblo colombiano, lo dicen todos los estudios, encuestas, censos, es religioso. Y es esencialmente cristiano. Y entre las iglesias que reúnen a quienes seguimos esta fe, la católica abarca al menos al 80% de ellos. Muchísimos están en el servicio público por nombramiento o por elección popular. Y los hay de otras confesiones respetables. Es a personas que profesan una fe religiosa a las cuales se les ha nombrado o elegido. Y es absurdo pretender que a la entrada de sus despachos se despojen de sus más hondas creencias y convicciones. Incluso de los símbolos de su fe. Desde luego que el servicio público no es para hacer proselitismo religioso, pero tampoco es una especie de muralla que deba ocultar un valor tan grande y central en la vida de las personas, como si significara algo negativo o perjudicial para la vida pública. Todo lo contrario.
El Estado colombiano se define como laico. Pero no como ateo. Y además garantiza la libertad religiosa y de culto. No obstante esto tan claro, se ha venido imponiendo una tesis sostenida por una bulliciosa minoría que quisiera acallar la fe en el ámbito público. Sería ingenuo pensar que esto no busca sino separar pacíficamente política y religión. Esta separación se ha dado tranquila y pacíficamente en las últimas décadas en la historia de Colombia y hoy en día hay un respeto mutuo, al menos en términos de cordialidad y cortesía. A la vez que se busca silenciar el peso de la fe en la vida pública colombiana, se va dando el ascenso de otros sistemas de pensamiento que se divulgan con igual o mayor pasión que la predicación religiosa y muchos de sus planteamientos son contrarios a la vida, a la familia, a la protección de los mayores, etc. Los creyentes no podemos permanecer ingenuamente callados y marginados en esta discusión de fe y vida pública.
A medida que los cristianos y en concreto los católicos han asumido una posición más humilde en la sociedad, infortunadamente, otros han aprovechado para tratar de desmontar todo lo que pueda ser signo de la fe de la inmensa mayoría. Ahí es donde se percibe un juego no limpio en quienes contienden con la fe religiosa y con su profesión pública. Bien vale la pena tomar atenta nota de todo esto pues el maltrato a los creyentes ni es justo ni tiene razón de ser en las circunstancias actuales. Los católicos de fe comprometida han servido y sirven a Colombia en muy diversas formas, defendiendo la vida, luchando por la paz, atendiendo a los marginados y más pobres de la sociedad, regentado instituciones educativas de primera calidad y muchas otras acciones que en últimas suplen la ausencia del Estado en numerosas regiones del país. No tiene por qué haber temores al ver que los servidores públicos viven su fe en público y a favor de la nación. Con ello hacen un aporte grande a Colombia. Los que no tienen fe o profesan otra, pueden hacer exactamente lo mismo sin necesidad de tratar de acallar a los demás. Hay que ser democráticos de alcance general y no de conveniencia.
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