El Adviento, tiempo de Dios
El Adviento, como celebración, se goza en el hecho de que hay promesas de Dios que se han cumplido y seguirán cumpliéndose, para bien de todo hombre y de toda mujer
Los tiempos fuertes de la liturgia de la Iglesia –Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua- quisieran, de muchas formas, acercarnos a los misterios insondables de Dios. De cara a Él, los seres humanos tendremos siempre la posibilidad de conocerlo y amarlo más. Luego de esto, debe llegar la conversión. El Adviento, como tiempo de Dios, quiere ser una preparación adecuada para contemplar en profundidad el acontecimiento inédito del nacimiento del hijo de Dios en medio de los hombres. Nunca habrá una preparación suficiente, como nunca se podrá comprender un hecho tan único e inusual como el nacimiento de Cristo en carne humana. Pero, sin duda, sí es posible disponerse cada vez mejor para que la vida del Dios encarnado toque la de cada persona que viene a este mundo.
La fe cristiana nos invita a no ser meros espectadores de la obra de Dios, sino a vincularnos hondamente a su historia, que es una historia de salvación. Toda la liturgia del Adviento clama con potencia para que todo se allane y así el adveniente Dios pueda encontrar lugar en la humanidad. Es una liturgia que quiere reavivar la esperanza, anunciar que en Cristo suceden y seguirán sucediendo acontecimientos nuevos, que pueden alegrar el corazón. El Adviento, como celebración, se goza en el hecho de que hay promesas de Dios que se han cumplido y seguirán cumpliéndose, para bien de todo hombre y de toda mujer. Y se alegra por el anuncio de un nuevo mensaje, el que trae Cristo, la buena nueva de salvación y en el cual los pobres son los preferidos del Dios-con-nosotros. Hechos y palabras del adviento quieren ser una verdadera provocación para que el cristiano, lleno de fe, haga de estas semanas un verdadero ejercicio espiritual de crecimiento en su relación con Dios y con su hijo Jesucristo.
Los tiempos litúrgicos son una buena herramienta pedagógica y espiritual para todos los miembros de la Iglesia. Bien aprovechados suelen convertirse en los medios que le dan ritmo interior y exterior a la vida cristiana. Sirven enormemente para consolidar el sentido de la Iglesia como pueblo de Dios, que camina unido y asistido por el Espíritu Santo, en busca del único reino de salvación, el anunciado e implantado por Cristo cuando se hizo presente entre los hombres a través de su encarnación. Una celebración adecuada y una vivencia seria del adviento, así como de los otros tiempos fuertes, terminan por darle identidad al cristiano, por relacionarlo adecuadamente con el paso de Dios por la historia y por establecerle unos puntos de referencia muy concretos para ir conociendo la hondura de Dios cada vez más y más.
Vivir el Adviento con todas las de la ley, y después la Navidad, ayuda también a superar un devocionalismo que no tiene un horizonte tan vasto como el que estos proponen. Hasta hace unas décadas las iglesias estaban repletas de capillas y de multitud de imágenes de santos y cada feligrés atracaba en el puerto de su gusto. Lo correcto es que todos corramos al encuentro de Cristo, pero debidamente preparados y con la meta puesta en la resurrección definitiva y no solamente en la piedad particular de un momento. Y que lo hagamos como lo que somos, miembros de la Iglesia, la cual nos sirve en abundancia la palabra y el sacramento, la oración y la caridad, de modo que, como afirma el Apóstol, Cristo sea quien realmente habite en cada uno de sus discípulos y que quien viva sea Él en cada bautizado. En últimas, el Adviento, la Navidad, la Cuaresma, la Pascua y, en general el tiempo todo de la vida cristiana, debería ser el pesebre en que cada creyente acoge y conserva la presencia sublime y única del Redentor del mundo. No hacerlo es perder el tiempo, incluso el tiempo de Dios.
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