Comunidades cristianas en medio de la ciudad y el campo
Todos los cristianos, todas las iglesias, tal vez en el mundo entero, se preguntan hoy con claridad cuál es su papel en el lugar donde se encuentran y cómo debe su presencia allí mismo. En general, las culturas, las ideas que en ellas predominan, las decisiones políticas actuales, el pensamiento generado y difundido por las redes sociales todopoderosas, distan mucho del ideal cristiano de vida, de sus valores y propuestas, de la antropología bíblica, etc.
Y, sin embargo, en medio de este panorama, que presume de diverso sin serlo en realidad tanto, siguen presentes los discípulos de Cristo en forma individual y como miembros de comunidades eclesiales. Pero lo cierto es que las sociedades actuales no tienen una clara identidad cristiana, aunque subyacen en ellas muchos valores o restos de los mismos de claro origen cristiano.
En el caso de las Iglesia católica, por fortuna, ya hay una conciencia casi que completa, de que la cristiandad ha dejado de existir. No faltan personas y pequeñas comunidades que piensan lo contrario. Pero esta conciencia clara de que el mundo ha cambiado radicalmente debe servir para que en todos los estamentos eclesiales la pregunta fundamental sea la de ¿cómo ser cristiano en la sociedad actual y cómo ser comunidad cristiana en medio de esta realidad imposible de negar? Acaso convenga volver sobre las cartas de San Pablo, quien en forma detallada va formando e instruyendo esas pequeñas primeras comunidades cristianas, a sabiendas de que están en medios y contextos muy diversos, más aún, en los que ni siquiera se había oído hablar de Jesús. Y estas comunidades, acaso insignificantes y casi que invisibles en sus inicios, prosperaron en la fe, la caridad y la comunión; tenían identidad propia.
Aunque el cristianismo lleva en su núcleo el ideal de salvar el mundo, también ha sido a lo largo de la historia, una religión con claro sentido práctico y de gran capacidad de adaptación. Y hay que conservar estas tres características en la actualidad, que se pueden traducir de otra manera: espíritu misionero, realismo y conocimiento de los signos de los tiempos.
La primera, no permite a la Iglesia resignarse nunca a lo realizado, sino que la provoca a salir de sus límites ya consolidados. La segunda, la direcciona hacia lo que en realidad se puede hacer y a no perderse en proyectos sin asidero en la vida concreta de las personas y comunidades. La tercera, la obliga a preguntarse continuamente qué es lo que puede aportar a las personas y a las comunidades, siempre desde el Evangelio y acorde con las necesidades de ambas.
En síntesis, personas y comunidades cristianas de hoy en día, tanto en ciudades como en campos, están llamadas a tener identidad propia, relación abierta con el mundo y el contexto y deseo de aportar para el bien de toda la humanidad.
¿Riesgos? Muchos. El primero, atrincherarse dadas las circunstancias no siempre favorables para la fe, aunque tampoco hay que exagerar sobre una presunta hostilidad hacia la fe. El cristianismo siempre ha tenido que abrirse paso luchando pues nunca encontró el terreno preparado para sembrarse.
El segundo, un falso optimismo o un profundo pesimismo. El primero puede desconocer los esfuerzos que se requieren para ser cristiano en la actualidad y podría suscitar un cristianismo sin cruz, como temía tanto Benedicto XVI. El segundo podría paralizar hasta al más convencido de los creyentes, olvidándose de que la obra siempre es de Dios.
Finalmente, diluir la fe cristiana en el mundo actual quitándole identidad y novedad. Cambiar la fe por un plato de lentejas. Como quiera que sea, la Iglesia, los cristianos, están hoy en un momento muy interesante que, sobre todo, llama a la renovación y a la profundización de la propia fe, que es al mismo tiempo su identidad. Acaso sea la mejor manera de hacer presencia en toda ciudad, en todo campo y en todo tiempo.
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