Poco a poco, y después de darle infinitas vueltas, en la Iglesia se está llegando a la conclusión de que la nueva evangelización solo se puede hacer concreta y operativa a través de las pequeñas comunidades, como era en el principio de la misma comunidad de Jesús.
Hace más de dos mil años fue suficiente llamar, uno por uno, a doce hombres para que estuvieran con Jesús y para enviarlos a predicar. San Pablo repitió esa experiencia en cada pueblo o ciudad que visitaba. Muchos fundadores y fundadoras de órdenes religiosas, en últimas, han hecho exactamente lo mismo: congregar unos pocos o pocas, llenarlos de Dios y enviarlos a replicar esta experiencia donde sea posible. Hoy en día, por ejemplo, las comunidades neocatecumenales replican con mucho éxito la experiencia fundante.
En la Iglesia existe una latente tentación de los números grandes. Cuánta gente va a la misa, cuántos se bautizan, cuántos reciben la primera comunión, cuántos van a la jornada mundial de una pastoral u otra. Como si el número grande garantizara la evangelización profunda y la conversión, lo mismo que el seguimiento de Jesús.
Ciertamente el tema no funciona así, sin que se llegue a afirmar que dichos números no indiquen algo en concreto. Pero el reto grande no es convocar a hombres y mujeres para eventos sacramentales o pastorales o diversas iniciativas eclesiales, por lo demás hoy no tan concurridas como se quisiera. El verdadero reto es llamar a todas las personas en nombre de Jesús para que crean en Él, lo sigan y transformen su vida a su imagen y semejanza. Y esto toma tiempo, dedicación, constancia, esfuerzo. Y requiere caminantes y acompañantes. Requiere comunidad.
Las pequeñas comunidades tienen en verdad muchas posibilidades de convertir en realidad lo que se ha propuesto en las últimas décadas en toda la Iglesia. Para ello deben contar con excelentes guías y con participantes muy activos y constantes. Guías formados por la misma Iglesia para que puedan acompañar a sus hermanos en la fe en el largo camino de acercamiento a Cristo y de hacer de la fe el propio camino de la vida.
Y los participantes han de ser personas que se comprometan de lleno en su formación y vivencia de la vida cristiana. Pero la clave desde la acción de los obispos está en formar muchos y muy buenos promotores de estas comunidades de manera que el Evangelio tenga cada vez más posibilidades de resonar en todos los ámbitos de la sociedad. Esta acción debe ser respaldada operativa y decididamente por los sacerdotes para que la nueva evangelización adquiera una forma clara y concreta en las circunstancias actuales.
Tal vez quepa una última anotación sobre la realidad de las pequeñas comunidades en el quehacer evangelizador de la Iglesia: Hay que impregnarlas de la sencillez evangélica. No se trata de una especie de comunidades para gentes iniciadas en cosas sofisticadas, reservadas para unos pocos o cosa semejante. Jesús daba gracias a su Padre por haber revelado estas cosas a los sencillos. Sencillez no quiere decir simpleza ni superficialidad. Quiere decir el Evangelio mismo que va dando forma al corazón creyente y le va capacitando para transitar por el mundo como sal de la tierra y luz del mundo.
Aunque hoy en día en la Iglesia se tiene la sensación de que está siendo desplazada de ciertos espacios “institucionales”, quizás sea más bien un llamado del Espíritu para que no se instale en ninguna parte y que más bien esté en continua salida para formar nuevas comunidades de Jesús en todos los lugares y ambientes posibles … como era en el principio.
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