Benedicto XVI, demasiado para esta época
Si no es un error, al menos si es incompleta una valoración del pontificado de Benedicto XVI centrada sobre todo por el hecho de haber renunciado al papado ya entrado en la ancianidad. Esta fue sin duda una decisión trascendente, pero de valor no mayor que todo el itinerario de fe y de teología que recorrió Joseph Ratzinger en su larga vida. Porque en realidad la vida de este hombre, nacido en Alemania y convertido desde muy temprana edad en hombre de Iglesia, fue sobre todo una existencia dedicada al estudio, la reflexión y auscultar los misterios divinos, siempre con una potente base escriturística y en la patrología de la Iglesia.
Le correspondió a Joseph Ratzinger, luego Benedicto XVI, recorrer tres cuartas partes del siglo pasado y el inicio del siglo presente. Esto equivale a afirmar que nació en un mundo, en una cultura, y le correspondió morir en otro y otra completamente distintos. Creció en un mundo que aún tenía rasgos notables de cristiandad a la vez que dejaba ver los rasgos, sobre todo en la segunda guerra mundial, de una completa lejanía de Dios. Y su vida adulta transitó en la segunda mitad del siglo XX, sumergiéndose en una indiferencia espiritual y religiosa que quizás venía siendo cultivada por la humanidad occidental incluso antes de la revolución francesa. Allí vivió en carne propia el esfuerzo de la Iglesia por aclimatarse al mundo moderno – l’aggiornamento- con sus resultados no siempre muy claros.
Vio con angustia, igual que su antecesor Juan Pablo II, cómo Europa se negaba a reconocer sus raíces cristianas y el auge voraz del relativismo que parecía arrasarlo todo. Y siendo Pontífice, ya entrado el siglo presente, pudo experimentar una especie de locura colectiva de la humanidad que poco a poco parece cavar los propios túneles de su oscuridad. En suma, una vida para espíritus fuertes.
Pero no cayó el Papa Benedicto XVI en la tentación en la cual lo han hecho multitudes enteras y aún amplios sectores de la Iglesia, de cambiar la fe en Dios por el amor al mundo y sus absurdas vanidades. Este gran hombre, quizás demasiado grande para esta época tan banal y superficial en todo sentido, pasó por la vida como persona de fe, y desde allí lo miró e interpretó todo. No lo hizo desde ninguna otra perspectiva ni posición espiritual o humanista. Y se presentó así ante la comunidad cristiana y ante el mundo en general. Un cristiano que nunca quiso aguar su fe ni la que transmitía a los demás. Hombre que no tenía duda alguna del ser de Cristo y de su obra redentora en la cruz, pues, decía, algunos quieren cristianismo sin cruz y eso no es posible. O Cristo sin Iglesia y tampoco eso es posible.
Los análisis superficiales concluyen que, entonces, era un teólogo y un papa conservador, como si eso pudiera significar algo de valor. Los que lo siguieron, leyeron, estudiaron y apreciaron, concluyen que fue un ser para Dios y a Él solo quería serle fiel para serlo también con cada persona.
Ahora que no está presente en este mundo no deja de llamar la atención la sensación como de preocupación en quienes tienen amor por la humanidad y su salvación. Flota en el aire la sensación de que Dios había puesto en medio de la Iglesia y de la humanidad a un hombre muy sabio y profundo al que quizás no se le prestó suficiente atención. Pudo más la soberbia humana que todo lo critica y menosprecia, que desconoce el señorío de Dios y que se niega a aceptar que el plan de Dios debería ser el primero de todos los planes de la humanidad entera. Sin embargo, el Papa Benedicto XVI fue un gran escritor y ahí está su herencia para la Iglesia y para todo el que esté buscando verdaderamente a Dios. Sin duda obra de un verdadero doctor de las Iglesia.
Benedicto murió como vivió. En la sencillez y discreción de un alma de Dios. Pasó sus últimos años sirviendo a la Iglesia en el silencio y la oración. Fue un creyente sin concesiones al mundo. Como “una voz que clama en el desierto…”, seguro de que sería escuchado por Dios y quizás por algunas personas. “Jesús, te amo” fueron sus últimas palabras, como las pronunció también Pedro, el apóstol, y que constituyen quizás la profesión de fe más profunda y verdadera que alguien puede hacer.
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