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Benedicto XVI marcó mi conversión y vocación al sacerdocio

16 de enero de 2023
Imagen:
EFE

 Alfa y Omega - Madrid

He decidido comenzar el año de forma algo atípica: asistiendo a un retiro espiritual. Es decir, alejándome unos días del bullicio del mundo y, en un ambiente de oración, analizar cómo ha ido el año que acaba y marcar nuevas metas para el que empieza. Como tantos otros, escuché las noticias sobre Benedicto XVI, primero del empeoramiento de su salud y después de su fallecimiento, durante la Navidad. Pero las luces y la fiesta, las copiosas comidas familiares, el turrón y los polvorones me absorbieron tanto que confieso que no le dediqué la atención necesaria, salvo lo que de reojo iba viendo en las noticias o leyendo en los titulares de algunas webs. 

Como en el retiro estaríamos offline y no podríamos seguir el funeral, los organizadores nos ofrecieron ver en la víspera un documental sobre este gigante de la fe. Mientras se conectaba la proyección, no me imaginaba lo determinante que sería ese vídeo para el devenir de mi retiro. De hecho, los temas sobre los que estaba reflexionando concienzudamente y que llevaba preparados para revisar pasaron a un segundo plano, pues surgió otro, más importante y principal, que dejó postergados los demás. 

Desde que comenzó el vídeo emergieron recuerdos en mi corazón, que habían estado enterrados desde hacía bastante tiempo, como los tesoros que un niño encuentra en la arena de la playa. En todos ellos, el difunto Papa era, en mayor o menor medida, protagonista. Aguanté el documental con los ojos vidriosos, intentando disimular la emoción ante el resto de asistentes. Pero creo que algo notaron. 

Junio de 2006. Yo tenía 19 años. Justo había terminado, sin pena ni gloria, mi primer curso de ingeniería en Valencia. Acabados los exámenes, tenía la maleta preparada para pasar las vacaciones en mi pueblo. Sin embargo, un compañero de la universidad me propuso retrasar el viaje y participar como voluntario en la Jornada Mundial de las Familias, que presidiría el Papa Benedicto XVI en Valencia. 

Por entonces, Dios no era ni de lejos uno de los asuntos prioritarios en mi vida. Menos aún me interesaba ver al nuevo Papa alemán, que me resultaba lejano y poco simpático. Aunque me consideraba creyente, no veía la utilidad de la Iglesia en la actualidad, y los curas no me parecían modelos que seguir. En un primer momento, di largas a la propuesta, argumentando: «¿Pero qué pinto yo allí?». Finalmente accedí, no por lo atractivo del plan, sino por amistad con ese compañero de clase y por la ilusión con la que estaba preparando el evento. 

Llegaron los días del encuentro y una mascletá tuvo lugar en mi cabeza y en mi corazón. Vi familias alegres, jóvenes disfrutando verdaderamente. Y lo que alimentaba toda esa felicidad era la fe. Más incomprensible aún, fue ver un ambiente festivo sin necesidad de complementos etílicos o de otro tipo. En definitiva, se me cayeron las escamas de los ojos respecto a la Iglesia, que reducía a las cuatro abuelas que veía entrar a Misa en mi pueblo. 

Recuerdo que las palabras de Benedicto XVI me martillearon fuertemente el alma. Habló de la libertad para hacer el bien, del amor a la verdad y la belleza, de la importancia de la familia en el mundo actual… Un mensaje tan revolucionario y rompedor que terminó por destruir mis esquemas, entendiendo entonces que no eran más que prejuicios. 

Más de 16 años y muchas otras historias han ocurrido desde mi caída del caballo, podríamos decir, a lo San Pablo. Tras aquel verano me acerqué más a la fe y comencé a recibir formación cristiana. Terminé los estudios de Ingeniería y luego trabajé unos años en una escuela agraria. Ahora vivo en un seminario. Si me ordeno, sé que la Jornada de las Familias de 2006 en Valencia habrá significado un hito fundamental en mi vocación, e intentaré tomar como ejemplo para mi vida sacerdotal a Benedicto XVI, «un humilde trabajador de la viña del Señor». 

Ramón Fernández Aparicio Ingeniero agrónomo y estudiante de Teología de la Universidad de Navarra.

 

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