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LITURGIA Agosto 23 La fe: don de Dios para descubrir su presencia y su actuar con nosotros

22 de agosto de 2020
Liturgia
Los episodios del evangelio de la misa en los anteriores domingos nos presentaron dos catequesis sobre la fe.

Jesús se manifestó a los discípulos caminando sobre el lago: «¡Calma, soy yo: no tengan miedo!»; y Pedro, que quiso tener la certeza de esta revelación, pidió a Jesús hacer como su Maestro y empezó a caminar sobre el agua también. La insistencia de la mujer cananea pidiendo recibir de Jesús el pan de la mesa del amo fue valorada por el Maestro como una fe grande. 

En el pasaje que escuchamos hoy llegamos a la cumbre de esta presentación de la fe que estamos siguiendo en el evangelio de la misa dominical desde hace quince días. La escena del evangelio de este domingo (Mateo 16, 13-20) nos invita a comprender la fe como el don de Dios que nos permite vincular el cielo con la tierra, lo humano con lo divino. Dicho de otra manera: descubrir el actuar de Dios en nuestra vida y en nuestro mundo. 

Diferenciamos en el evangelio de este domingo tres partes, en la primera tenemos lo que pudiéramos llamar una ‘encuesta sobre los saberes previos acerca del Hijo del hombre’, en la segunda nos encontramos con una felicitación de Jesús a Pedro y en la tercera hallamos un mandato de Jesús para no descubrirlo a los demás.

La encuesta de la primera parte tiene dos preguntas; no podía ser de otra manera, pues al inicio del discurso en parábolas (Mateo 13, 1-2) los oyentes de Jesús forman dos grupos: la masa o los que están de pie en la playa y los discípulos que acompañan a Jesús en la barca desde la que él habla a la multitud; pues ahora la encuesta busca averiguar qué se sabe sobre la identidad de Jesús en cada uno de estos grupos.

La pregunta misma sobre el saber de la multitud asocia los términos ‘hombres’ e ‘Hijo del hombre’: ‘¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?’. Esta formulación nos orienta hacia el misterio de la encarnación: el misterio del Hijo del hombre entre los hombres. Los ecos recogidos entre la gente por los discípulos reconocen al Hijo del hombre como un profeta, un hombre relacionado con las cosas de Dios, pero que quizá no tenga mucho que ver con la cotidianidad, con la vida de ellos mismos. Estas respuestas no dan razón firme de la presencia de Dios en medio de los hombres. Vinculan a Jesús con los profetas de tiempos pasados.

La pregunta sobre el saber previo de los discípulos se formula vinculando los pronombres ustedes / yo: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?». La respuesta a esta pregunta, «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo», ya había sido expresada en su sustancia al final del episodio de la caminata de Jesús (y de Pedro) sobre el agua; pero ahora, en boca de Simón Pedro, esa primera confesión de los discípulos se amplía expresando el ser y la misión de Jesús como Mesías, esto es como el Salvador esperado por Israel. La segunda parte de la respuesta, «el Hijo de Dios vivo», viene a explicar de qué salvación se trata.

El ‘Dios vivo’ es diferente a los ídolos. El Dios vivo es el que actúa hoy en nosotros y con nosotros en el mundo. Esta manera de comprender la salvación desde el misterio de la encarnación es distinta a lo que encontrábamos en la primera respuesta (la de quienes oyen parábolas desde la playa). La fe cristiana lleva al discípulo de Jesús a ser consciente del actuar de Dios en cada ser humano, en su historia y en la historia de la comunidad. La fe cristiana es mucho más que afirmar la existencia de Dios y su omnipotencia. Los discípulos, guiados por Jesús, llegan a descubrir cómo Dios está salvando aquí y ahora.

En la segunda parte del evangelio de hoy –la felicitación de Jesús a Simón, ahora llamado también Pedro– nos revela que la fe es don de Dios, del Padre del cielo: «Eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Sin embargo, este don de la fe no es solo para conocer las cosas de Dios, las del cielo; la fe, que nos lleva a descubrir el actuar de Dios en nuestra existencia, nos descubre al mismo tiempo nuestra identidad más profunda y nuestra vocación.

Notemos el paralelismo. El discípulo, conducido por el don de la fe, dice: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»; el Maestro confirma este ser conducido por el don de Dios diciendo: «Ahora yo te digo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…». De modo que el reconocimiento del actuar de Dios en la vida misma del discípulo lleva a éste al descubrimiento de su identidad más honda. Al contemplar el misterio del Verbo encarnado, el discípulo es alumbrado por la revelación divina en su identidad profunda y se despliega el horizonte de su misión.

Y es tan necesario este alumbramiento en nuestros días inmersos en una cultura que nos impulsa a vivir de imágenes y por ello a mostrar imágenes, a crear imágenes ante los otros. El alumbramiento que proviene de la fe en el Hijo de Dios vivo nos descubre nuestra más honda y auténtica identidad.

La tercera parte del episodio leído, el mandato para mantener en secreto la profesión de fe del discípulo, es una especie de ‘gancho’ para enlazar el episodio que leeremos dentro de ocho días. ¿Por qué Jesús manda guardar silencio acerca desu identidad y misión?

 

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