“Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres…” (Is 61, 1)

La Catedral estaba colmada, presbíteros de Bogotá y las diócesis urbanas, los de Socorro y San Gil; los obispos, los diáconos permanentes, los seminaristas, las…
La consagración episcopal de monseñor Augusto Campos Flórez tuvo lugar el sábado 8 de febrero en la Catedral Primada de Bogotá.
La jornada empezó con la Profesión de Fe, en la capilla privada del Palacio Arzobispal. Monseñor Luis Augusto estuvo acompañado por el señor cardenal Rubén Salazar Gómez; por el arzobispo emérito de Villavicencio, monseñor Octavio Ruiz Arenas, los obispos auxiliares de Bogotá Pedro Salamanca y Manuel Alí; el señor canciller, padre Ricardo Pulido y por el Consejo Episcopal, conformado por los ocho vicarios episcopales territoriales: Juan Álvaro Zapata, Padre Misericordioso; Germán Medina, San Pedro; Nelson Ortiz, San Pablo; Daniel Delgado, Cristo Sacerdote; Alberto Forero, San José; Julio Solórzano, Inmaculada Concepción, Yoani Cupitra, Espíritu Santo y William Casas, Santa Isabel de Hungría. También por el padre Pablo Pinzón, presbítero acompañante y monseñor Jaime Mancera.
Después se desplazó por la Carrera Séptima, en una calle de honor del Batallón Guardia Presidencial y, su banda de músicos interpretó aires de la tierra santandereana, hasta la Catedral, en donde fue recibido por el Capítulo metropolitano, como es costumbre de esta iglesia.
La ceremonia estuvo acompañada por uno de los coros de la Catedral, dirigido por el organista titular, maestro Vincent Heitzer, con música tradicional del Seminario Mayor de Bogotá.
La ceremonia fue presidida por el señor cardenal Rubén Salazar como ordenante principal y los arzobispos Luis Mariano Montemayor, nuncio de Su Santidad en Colombia y Octavio Ruiz Arenas, emérito de Villavicencio y secretario del Pontificio Consejo para Promoción de la Nueva Evangelización.
Finalizada la ceremonia, monseñor Augusto se dirigió a la asamblea. El Catolicismo comparte sus palabras:
ORDENACIÓN EPISCOPAL
MONSEÑOR LUIS AUGUSTO CAMPOS FLÓREZ
Palabras al final de la eucaristía
El encuentro del Señor Resucitado con Pedro, verdadera experiencia discipular y misionera, transcurre como un diálogo entre dos amores.
El Resucitado se hace presente en la vida de Pedro con su amor crucificado, amor hasta el extremo, amor incondicional, amor que ha sido traicionado y aún así se arriesga a solicitar y esperar de parte de su amigo un amor también total, mayor que cualquier otro y mayor que el de los demás.
Pedro apenas acierta a reconocer que su pobre amor nunca llegará a la totalidad del don que su Maestro ha hecho de sí mismo, el cual, en un acto sorprendente de condescendencia, parece adaptarse a la medida limitada del corazón de su discípulo: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? ..., ¿me amas?» ¿me quieres?» y ahí, precisamente ahí, en este encuentro desbalanceado entre dos amores, nace un nuevo llamamiento y una misión definitiva, que hará del discípulo que niega a su Maestro aquel que confirme a sus hermanos en la fe.
Todo parece indicar que sólo cuando se vive la experiencia de los propios límites y de las propias debilidades es cuando se está preparado para asumir una responsabilidad en la comunidad del Resucitado.
En palabras del Papa Benedicto, "también Pedro tiene que aprender que es débil y necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está preparado para su misión."
Lo que lo acredita para su misión de pastor es su triple confesión de amor que, no obstante su limitación, le permitirá permanecer siempre abierto al amor incondicional de su Señor, para sostenerse y renovarse en él, y para convertirse en su testigo: por ello, como Pablo y todos los demás evangelizadores, no podrá nunca enorgullecerse sino de Cristo, y éste Crucificado, a quien anunciará hasta el fin de su vida.
El desbalance de este encuentro de amores es precisamente lo que permite que brille su hermosura, pues ahí es donde se descubre que la vida de la persona elegida no puede entenderse, a riesgo de desvirtuarse por la vanidad, sino desde la inagotable novedad del don del Señor. En el amor del Señor, todo es don: es don de Dios la vida, como lo son también la fe, la vocación, la libertad para permanecer fiel o para convertirse de la infidelidad, el testimonio, la comunidad, la variedad de vocaciones en la Iglesia, la misión, incluso el complejo mundo actual que tanta necesidad tiene del Evangelio de Cristo.
Queridos hermanos aquí presentes: ayúdenme a pedirle al Señor Resucitado que me dé un corazón contemplativo y acogedor de su amor hasta el extremo, de modo que mi amor pobre y limitado hacia Él y hacia mis hermanos sea cada vez mayor.
En uno de los días que siguieron al encuentro con el Señor Nuncio, cuando él me comunicó el nombramiento del Santo Padre, llegó a mis manos en mi oración una bella meditación de adviento, centrada en la actitud vital de María, a quien le entrego hoy mi ministerio episcopal.
Esta es la meditación:
A la altura del corazón
Allí aprendió a vivir María, después que el ángel la dejó. Sin saber decir palabra,
sin poder decir que no.
Allí entendió que los silencios hablan y que las palabras, a veces, callan, que
vivir no requiere, saber y ganar, sino sólo aprender a escuchar.
Allí su ser se abrió al misterio, entrando en ella lo no esperado.
Ya no hubo rutas ni indicadores que al andar le dieran seguridad.
Allí, a la altura del corazón, sólo la fe le puede al miedo. El amor, en María,
ya no tuvo frenos: el pesebre, Nazaret, el calvario. (Seve Lázaro, sj)
Efectivamente, allí, "a la altura del corazón", al suplicar que pudiera entender que vivir no requería saber y ganar, sino sólo aprender a escuchar, me puse en actitud intensa de acogida agradecida y comprometida del don del Señor.
Allí, "a la altura del corazón", como María, pedí que mi ser se abriera completamente al misterio que penetraba de lleno y envolvía completamente mi existencia, invitándome de nuevo a no detenerme nunca en el apasionante trasegar por las sendas del amor liberador del Señor.
Allí, "a la altura del corazón", anhelé no tener rutas ni indicadores que me dieran seguridad, por lo cual pedí insistentemente el don de la libertad, especialmente respecto de mí mismo, para ser capaz de un amor mayor, al Señor, a su Reino y a mis hermanos, de donde brotara una actitud permanente de servicio y de ofrenda de mi propia vida.
Allí, "a la altura del corazón", supliqué una fe fuerte que me permitiera afrontar cualquier miedo, de modo que viviera cada día apoyado en un acto renovado de gozosa, arriesgada y amorosa confianza en el amor del Señor.
Allí, "a la altura del corazón", les pido a todos ustedes que se unan a todas estas súplicas que me siguen acompañando, al acoger el don que el Señor me hace a través del llamamiento del Santo Padre Francisco al episcopado y hoy, allí, "a la altura del corazón", los abrazo agradecido, a todos:
• al Santo Padre, en su misma persona, y en la persona del Señor Nuncio;
• al Señor Cardenal Rubén Salazar Gómez, mi obispo consagrante, quien me permitió servir como su vicario, y en cuya paternidad, fraternidad y amistad reconozco un inmenso don del Señor;
• en memoria de mi madre Isabel y de mi padre Justiniano, a mis amados hermanos y a sus respectivas familias:
• a toda la amplia familia Campos Flórez: mis tíos, primos y sus familias;
• a mis amigos, unos de hace muchos años, otros de una hora más reciente, cuya amistad me honra y me enriquece;
• a mi amada Arquidiócesis de Bogotá, a quien le debo tanto porque de ella he recibido todo;
• a mis hoy hermanos obispos, quienes me acogen fraternalmente y a quienes les expreso mi amistad y mi total disponibilidad para permanecer en su servicio;
• a los presbíteros de Bogotá, mis hermanos de vocación y de misión, quienes siempre encontrarán en mí a su amigo y hermano que los quiere con el corazón, y que ha querido apasionarse con ellos en el gran desafío de ser un presbiterio evangelizador, fiel al Señor y al tiempo que nos corresponde vivir:
• a los presbíteros de otras diócesis, hermanos en el don recibido y en la misma misión pastoral;
• a los queridos laicos, de las distintas comunidades parroquiales, particularmente de San Bernardino de Soacha, San Francisco de Paula y San Tarcisio, de las vicarías episcopales, de la amada vicaría del Espíritu Santo, de la curia arquidiocesana, de los movimientos eclesiales, cuyo testimonio de fe y de servicio me edifica;
• a los religiosos y religiosas cuya vida, signo del Reino, me invita a ser
transparencia del amor absoluto del Señor;
• a los Seminarios de la Arquidiócesis, sus formadores y seminaristas, quienes me permitieron acompañarlos en una delicada experiencia de discernimiento, de crecimiento y de configuración con Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor;
• a la Iglesia y a la comunidad de Socorro y San Gil, a su pastor a quien sucedo, monseñor Carlos Germán Meza, a su querido presbiterio, a sus laicos y religiosos, quienes me acogen con fe, calidez y amistad, y a quienes les entrego desde ya mi ministerio.
Allí, "a la altura del corazón", les renuevo a todos ustedes en este momento, ante la imposibilidad de hacerlo personalmente con cada uno al final de la celebración, mi gratitud por todo lo vivido durante estos años, por todo lo que me han ofrecido, por su presencia en esta eucaristía de ordenación episcopal, por su oración por mí; y allí, "a la altura del corazón", les reitero mi cariño sincero y mi amistad, esté yo donde esté.
Vuelvo la mirada hacia el encuentro transformador entre el Señor Resucitado y Pedro, quien en las lágrimas de su fragilidad descubrió su verdadera fortaleza.
Quiero, como él, asumir el pastoreo que hoy se me confía poniendo en el centro de mi vida, con mayor conciencia y amor, a Jesucristo Crucificado y Resucitado: al contemplarlo, especialmente en su Cruz y en su ofrenda eucarística, comprendo más y más que solo se encuentra un sentido a la vida cuando se encuentra a quien donarla.
La obra del Señor es una obra de vida, de consolación, de transformación y de liberación. Y el mundo de hoy necesita vivir, ser consolado, ser transformado y ser liberado, con el don del Reino, la fuerza de la Pascua de Cristo y la luz de su Evangelio.
Que el Señor, con la intercesión de María, la Inmaculada Concepción, Nuestra Señora de Guadalupe, Nuestra Señora del Socorro, me conceda alegría, convicción, lucidez, discernimiento, fe, esperanza y amor para servir a su obra, sirviendo a la diócesis de Socorro y San Gil, procurando que mi corazón palpite al ritmo del corazón de Cristo, Buen Pastor.
Bogotá, sábado 08 de febrero de 2020
Catedral Primada
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